La manifestación del viernes pasado en Vila a favor de un cambio de rumbo en el sector turístico de la isla de Ibiza fue secundada por alrededor de 1.200 asistentes. Se trató de una protesta legítima, correcta y plenamente justificada, pues la ciudadanía reivindica que las instituciones democráticas intervengan para evitar el progresivo deterioro de su calidad de vida y de las dificultades que la llegada masiva de visitantes acarrea en ámbitos como la vivienda, la movilidad y el medioambiente.
Sin embargo, seamos sinceros, los organizadores confiaban en que el seguimiento sería mucho más numeroso. La decepción es importante y es preciso analizar las causas. Aunque los convocantes se esforzaron en resaltar que la movilización no iba contra nadie, lo cierto es que mucha gente percibe que se intenta demonizar al turismo y a los turistas, lo que es rechazado por la inmensa mayoría de la población, consciente de que hablamos de principal, si no única, fuente de riqueza de la Isla.
La manifestación, que aspiraba a ser un grito de unidad y resistencia, se vio rápidamente desinflada por la realidad económica y social: la mayoría de los ibicencos saben que, en este juego, no hay otra carta que jugar. Es turismo o nada. Después de todo, si el turismo retrocede, como algunos reclaman, ¿qué quedaría? El turismo es el motor que impulsa la economía de la isla y si el sector decrece, decrecerá la economía, las empresas y los puestos de trabajo. Pero de eso no se habla.
Los manifestantes argumentan que el turismo masivo ha arruinado la esencia de Ibiza, que ya no pueden disfrutar de su hogar debido a la multitud de visitantes que lo saturan todo. Pero la vida en la isla siempre ha sido un vaivén entre lo local y lo global. Limitar el turismo sería como querer ponerle freno a un tren en movimiento, algo inútil y peligroso a la vez, sobre todo cuando no se explica cómo se pretende hacerlo y sólo emergen ocurrencias absurdas, dependientes de distintas administraciones de diferente color político.
Además, la idea de que el turismo se puede regular como si fuera un grifo es, en sí misma, una fantasía. ¿Quién decidiría qué es un «turista aceptable» y qué no? ¿El que llega en avión privado es mejor que el que viene en ferry? O, al contrario, ¿ha de prohibirse la llegada de jets privados al aeropuerto de es Codolar? Ojo, si no vienen a Ibiza, se irán a otro lugar donde sean bienvenidos… ¿Los que se alojan en hoteles de lujo tienen más derecho a disfrutar de la isla que los que optan por un hostal? La arbitrariedad de tales decisiones plantea problemas éticos que también deben ser motivo de reflexión.
Por otro lado, no podemos olvidar el impacto que tendría una reducción drástica del turismo en los servicios públicos y el empleo. La falta de visitantes significaría menos ingresos para las arcas públicas, lo que se traduciría, más pronto que tarde, en recortes en servicios públicos esenciales. ¿Y qué pasaría con los trabajadores que dependen del turismo? Tendrían que buscar alternativas, posiblemente fuera de Ibiza. Emigrar para prosperar. ¿Es eso lo que se propone? La ironía es que, al intentar proteger su hogar, muchos ibicencos podrían terminar condenándose a un futuro incierto.
La protesta, aunque limitada, refleja una tensión social creciente, básicamente por la enorme dificultad, casi imposibilidad, de acceder a una vivienda digna en Ibiza. Y conscientes de ello, el Govern ha puesto en marcha una Mesa para la sostenibilidad que debe plantear soluciones a las dificultades que los residentes deben soportar a consecuencia del turismo masivo. El verdadero desafío no es limitar la llegada de turistas, sino encontrar un equilibrio que permita a la isla seguir siendo un paraíso sin que los habitantes pierdan calidad de vida.
La vida en la isla continuará, ya sea con turistas o sin ellos, pero la pregunta es: ¿quién realmente quiere arriesgarse a averiguarlo?