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Media hora inolvidable en Sant Antoni

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Viernes cinco menos cuarto de la tarde. Sant Antoni de Portmany. Mi madre y yo dejamos al pequeño Aitor en una de sus actividades semanales y damos un paseo para ver el mar y de paso tomar un café, un refresco o una merienda mientras llega la hora de recogerlo. Tras 15 años viviendo en la isla vas conociendo algunos lugares en la zona y por ello pensamos que sería buena idea acudir a uno que nos trae muy buenos recuerdos. No hace tanto, íbamos allí a echar la tarde, con mi exmujer y mis amigos a tomarnos un mojito, una jarra de sangría e incluso hacernos fotos de postureo. El sitio es precioso, sigue manteniendo sus estatuas y bustos de buda y sus mesas y sillas de madera, y parece ideal para charlar una horita juntos, recordar viejos tiempos no tan lejanos y reírnos de lo que hay a nuestro alrededor como solo sabemos hacer los González.
Y allí que vamos con la sonrisa de oreja a oreja hasta que nos damos de bruces con la realidad del lugar. Nada más entrar por la terraza, dos inglesas más desvestidas que vestidas están tiradas que no tumbadas en una especie de cama balinesa. Con sus minúsculos bikinis no paran de hacerse fotos, mirar el teléfono móvil y fumar no sé que cosa, mientras en la mesa tienen una copa de algo que parece ser vino blanco. No son las únicas. A escasos metros, otras dos turistas también de la misma zona con más ropa pero con el mismo peor estilo también ríen a mandíbula batiente, mientras no paran de hacerse fotos, poniendo morritos y posturitas de espaldas al mar. Y un poco más allá, en las mesas que están techadas, otros grupos a las cinco de la tarde degustan con ansiedad los restos de lo que parece que pudiera ser una pizza indefinida… mientras engullen grandes cantidades de sangría en jarras que parecen no tener fin.
Un retrato costumbrista que no por no conocido nos deja con la boca abierta. Nos quedamos de piedra porque aunque siempre habíamos recordado este lugar como destinado a los turistas no lo recordábamos tanto. Y es que cuando por fin decidimos sentarnos en una de las mesas cuadradas que hay en una de las terrazas para consumir algo y echar el ratito, rápidamente comprobamos que los únicos que hablamos castellano somos nosotros. Nos lo tomamos a broma, recordando los buenos momentos que hemos vivido en este lugar, y esperamos que alguien nos atienda. O al menos, poder encontrar una carta para saber que se puede pedir allí y cuáles son sus precios para que luego cuando nos traigan la cuenta no nos quedemos tan blancos como los británicos que tenemos justo debajo. Sin embargo, ambas cosas parecen tarea imposible, ni rastro de los camareros ni de las cartas.
Miramos a un lado, a otro, más allá e, incluso dentro, pero ni rastro oiga. Al fin pasados unos diez minutos, a lo lejos, como en otra zona de la terraza del local vemos a alguien que puede parecer un camarero. Al menos viste de negro, lleva una bandeja en la mano y lo que parece ser un datáfono. Se acerca muy sonriente a uno de los grupos de las camas balinesas con intención de cobrarles, lo hace, recoge sus platos, viene cargado y cuando pasa por delante de nosotros nos damos cuenta que nos hemos debido poner el disfraz de invisibles. Acude dentro, vuelve a salir a los pocos minutos, y a la vuelta, ya no es que seamos invisibles es que somos como una de las estatuas del local visto que no nos hace ningún caso. Mi madre y yo nos reímos, seguimos con nuestras bromas, el tiempo sigue pasando inexorable mes, y de repente aparece de no sé donde otra camarera… La miramos, casi cruzamos los dedos con la vana esperanza de que por fin se den cuenta que estamos allí pero nada. Incluso hay un momento en el que creemos que ha reparado en nosotros y en nuestra mesa vacía pero cuando se acerca con aire cansado, desgastado y hasta hastiado, nuestro gozo en un pozo al ver que se para unos metros antes en la mesa de una señora mayor cuyos gestos desesperados denotan que lleva más que nosotros allí. Finalmente, se hace entender, consigue pedir algo que la camarera apunta con la misma desgana con la que acudió a la mesa, y finalmente se marcha hacia dentro sin reparar, una vez más, en nuestra presencia.
Volvemos a reírnos los dos pero ya más por no llorar, y viendo que son casi 25 minutos los que llevamos allí, por primera vez hablamos de levantarnos e irnos si pasan cinco minutos más. Pero como si lo hubiera escrito un sesudo guionista aún quedaba el giro final. Vemos de nuevo salir a la camarera del interior del local cruzarse con el otro camarero, abrazarse, hacerse un par de arrumacos, reírse de no se qué historias, y ponerse a contarse sus cositas mientras pasean por la terraza. Y todo a escasos metros de donde una madre y su hijo creen estar dentro del rodaje de una película de esas de humor y enredo que tan famoso han hecho al cine español. Sin embargo, desgraciadamente están viviendo un episodio de la mejor serie de realidad que se puede vivir, esa que cuenta que vivimos en una isla donde en algunos lugares el residente no importa absolutamente nada. Donde el guiri es el importante porque se le puede sacar dinero y porque parece que aguanta todo. Y más si estamos ya en el final de temporada donde da igual ocho que ochenta.
Pero bueno, que más da, mi madre y yo salimos de allí, compramos en un lugar cercano una coca cola cero y un limón granizado a otra señorita sonriente y lo disfrutamos entre risas y confidencias mirando el mar en uno de los bancos del paseo. Y es que son ellos los que se lo pierden no nosotros.

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