En las animadas barras de la expoliada España se cruzan las apuestas tras las tremendas declaraciones del penúltimo garganta profunda de la endémica corrupción ibérica. ¿Alguien dice la verdad? ¿Quién miente más? ¿Habrá pruebas? ¿Cuándo imputarán también al marido de Begoña?
Il capo di tutti capi venía a regenerar la política cual vendedor de crecepelo, hablaba de decencia y pretendía pasar a la historia (tal vez se refería a la tenebrosa historia de la infamia). Pero en los bares de toda la vida –no sé en las cafeterías, antros veganos o clubes woke—las apuestas suben como el consumo alcohólico que todavía no nos han prohibido y se corea: ¡Que lo que ha unido la corrupción no lo separe el banquillo! ¡Hagan juego! Rien ne va plus de trileros!
Que el gobierno más falso de nuestra historia democrática hable de credibilidad da risa y empuja a pedir otra copa en la barra, para aguantar el delirium tremens de tanta paranoia vendida como propaganda. El supremo mentiroso, el puto amo como lo definen sus criados, un Pedrito que tanto grita que viene el lobo cuando el lobo es él, se pone estupendo desde el púlpito público y predica con carita de sacristán alumbrado, pero es incapaz de quitarse de encima el pestilente tufo a azufre. La cosa está que arde y el líder, aunque no toque la lira, es un peligro y tiene más ego que Nerón.
La banda es tan fake como tantas mascarillas, estafa millonaria que demuestra que la pandemia también fue entendida como plandemia para forrarse entre la muerte y el miedo. Decían que era como un mercado persa, pero ahora comprobamos que los cuarenta ladrones mandaban por el ruedo celtibérico. ¿Y el fiscal, de quién depende?