Mar sesgo, viento largo, estrella clara y suspiros cervantinos. Las velas de la Ruta de la Sal estallan en la mar color de vino, metáfora homérica que siempre es aplicable a la bahía de San Antonio, el Portus Magnus de los romanos, cuyo fondo marino custodia miles de ánforas repletas de vino fenicio y joyas de coquetas bailarinas de Tanit (las cuales llevaban al cachondo Bes tatuado en sus culos olímpicos).
Las Pitiusas despiertan de su letargo invernal y se experimenta cierto empacho de reaperturas de aquellos que hacen negocio con el ocio y se sienten espléndidos a la hora de invitar a un chupito. ¡Una copa como Dios manda, por favor, y basta ya de medidores aberrantes empleados por barman abstemios de cadenas estándar! Para eso están los bares de toda la vida, donde todavía saben servirte como siempre se hizo en la bebedora España, acercando la botella a la mesa para respetar el hándicap del dipsómano de turno.
¡Y las visitas de monumentos en las iglesias pitiusas, que guardan el misterio cristiano entre hermosas ofrendas de flores, pan, vino y simbolismo antiguo repleto de poesía! Templos que fueron auténticas fortalezas donde se refugiaban los lugareños para protegerse de las razzias de los piratas berberiscos (por algo en esos tiempos no se estilaban las casas en la costa) donde, además del bálsamo espiritual de la oración, también había cañones para la defensa de los bárbaros invasores y mucho vino para resistir el asedio. ¿Todo ha cambiado para seguir igual?
La fuerza espiritual alienta el gozo del corazón enamorado y cada uno juega como puede, que el placer está donde uno lo encuentra. ¡Feliz Pascua!