No habrá otro como Francisco

En junio de 2014 viajé a Roma. Hacía algo más de un año que el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio había sido elegido papa. El domingo acudí a la plaza de San Pedro a verle rezar el Ángelus. Dedicó unas cariñosas palabras a los presentes y mencionó, no recuerdo bien por qué razón, la Carta Internacional de los Derechos Humanos, algo que me llamó la atención, pues no recordaba haberle oído nada parecido a sus antecesores, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. Eso, unido a otros pequeños gestos, como salir al balcón de la basílica de San Pedro, tras su elección, vestido sencillamente con la sotana blanca; o mantener su crucifijo de plata, evitando otros de oro, mucho más ostentosos, me convenció de que estábamos ante un hombre extraordinario que podía modernizar el papado del siglo XXI. Algo hizo o al menos lo intentó, lo cual le granjeó el odio africano de tantos católicos tradicionalistas, incapaces del menor cambio, como no sea a peor.    Recuerdo a los curas de «La Sacristía de la Vendée», orando para que el papa Francisco «pueda ir al cielo cuanto antes». Le consideraban un papa rojo, casi un anticristo. Admito que yo recé porque fuera mucho más lejos en sus reformas, pero agradecí aquellas palabras suyas: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Revolucionario. Su gesto humillado al lavar los pies a 12 mujeres presidiarias el Jueves Santo de 2024 fue una enseñanza brutal. Tengo en mi despacho una lámina que traje de la ciudad eterna, que reza: «No seáis hombres y mujeres tristes. ¡Un cristiano jamás puede serlo! Nuestra alegría nace de haber encontrado a Jesús. ¡Confiad en el Señor porque Él no decepciona jamás! Es un buen amigo. Siempre a nuestro lado: es un padre paciente: ¡Que la alegría y la paz del Señor estén siempre con vosotros!». Amén. Descanse en paz, santo padre.