Somos afortunados porque el apagón que el lunes puso en jaque a la Península, a nosotros solo nos pilló de refilón. Eso nos ha ahorrado vivir las vergonzosas escenas de supuesta solidaridad vecinal, de alegría de barrio y de pánico en el supermercado que hemos visto en la misma Península. Escenas que nos retrotraen a la pandemia y a unos encierros que solo pudieron ocurrírsele a un grupo de psicópatas. A lo largo del lunes yo rezaba para que volviera la luz (e internet, claro), con la esperanza de no tener que sufrir a ningún acrítico orgulloso de ser masa saliendo al balcón a aplaudir al ritmo de alguna canción hortera y machacona.
Es verdad, a mí lo de la pandemia me dejó traumatizada. Pero también otros eventos colectivos como los atentados de marzo de 2004 o el de Barcelona en 2017. En este último fue la primera vez que observé el fenómeno de la solidaridad de barrio: un taxista marroquí que debió transportar aquella tarde gratis et amore a miles de personas en una Barcelona sumida en el caos por culpa del yihadismo. X, entonces Twitter, se llenó de mensajes de almas cándidas hablando del taxista marroquí y de sus supuestas bondades. Si algún dia he tenido claro que para ser separatista catalán hay que ser profundamente bobo fue ese.
A estas horas aún no está claro qué es lo que hizo que España se quedara el lunes sin suministro eléctrico. Sí que parece que muchos ciudadanos son hoy conscientes de la necesidad de tener en casa el polémico kit de supervivencia promovido por Von der Leyen. Así que a mí, ya conspiranoica total, me huele todo fatal. Pero, por si acaso, iré preparando espacio para el kit para cuando vengan los aliens, nos caiga el meteorito o algún hindú decida apretar el botón nuclear contra un musulmán de Pakistán. Necesito paz…