Cada temporada alta, Ibiza vuelve a enfrentarse a los mismos retos sociales y urbanísticos que arrastra desde hace años. Lo que en un principio eran señales aisladas se han convertido en una serie de problemas estructurales que afectan a la calidad de vida de los residentes y al propio modelo de desarrollo de la isla.
La proliferación de asentamientos ilegales, alquileres turísticos no regulados, fiestas clandestinas, taxis pirata, el uso descontrolado de caravanas, o una inflación creciente que encarece la vida diaria para quienes viven y trabajan aquí todo el año, son realidades que ya forman parte del paisaje ibicenco. Y lo más preocupante es que, pese a ser conocidos y repetidos, estos problemas no terminan de abordarse de forma efectiva. Detrás de todos ellos hay un factor común: un modelo turístico que ha generado tensiones que la isla padece desde hace años. La alta presión estacional, el precio de la vivienda disparado y la falta de un control eficaz sobre determinadas actividades son consecuencias de una forma de entender el turismo centrada en la cantidad, no en la sostenibilidad.
Las administraciones han empezado a dar pasos – como la limitación del número de vehículos en temporada alta o el refuerzo de inspecciones –, pero son medidas puntuales que, sin un planteamiento global, se quedan cortas. El reto está en diseñar un modelo de convivencia equilibrado, donde residentes y visitantes puedan compartir el espacio sin que unos acaben desplazados por otros. Ibiza tiene la oportunidad de liderar un cambio hacia un turismo más responsable, que respete su entorno, su tejido social y su identidad. Pero ese cambio requiere valentía política, consenso social y una planificación a largo plazo que trascienda legislaturas. No se trata de renunciar al turismo, sino de gestionarlo mejor porque si no se toman decisiones firmes ahora, lo que hoy son problemas crónicos mañana podrían convertirse en barreras para el propio desarrollo de la isla.