En 1985 se comercializó por la compañía Topps una colección de cromos denominada Garbage Pail Kids, distribuida en nuestro país bajo la denominación de La pandilla basura. Se trataba de una grotesca parodia de las famosas muñecas repollo creadas por Xavier Roberts en los años ochenta en los que se mostraban inhumanas caricaturas de multitud de personajes repugnantes y aterradores bautizados con ingeniosos nombres como Gordito Periquito, Guerrero fulero, Matasanos Cayetano o Batidora Isadora. Niños descuartizados, despellejados, quemados o aplastados se representaban con cruda y extrema violencia en unos cromos de lo más friqui que hicieron las delicias de los niños de medio mundo. Evidentemente eran otros tiempos, porque la colección sirvió hasta de inspiración para una serie animada de trece episodios calificada de repulsiva al mostrar de forma atroz y desagradable las anomalías, deformaciones y monstruosidades de sus personajes e incluso se utilizó como argumento para rodar una película dirigida por Rodney Amateau, estrenada el 21 de agosto de 1987 y convertida por méritos propios en uno de los fracasos más sonados de la historia del cine.
Y es que, una vez iniciada la temporada estival en nuestras islas, sus playas, sus restaurantes y sus discotecas se convierten en objeto de deseo de multitud de personajes del famoseo patrio y foráneo. Sí, de esos que conocemos por convertirse en protagonistas involuntarios de programas de televisión de un cuanto menos cuestionable entretenimiento o de las coloridas páginas de las revistas de papel couché que inundan semanalmente los quioscos y que pueden encontrarse en lugares de culto tan sofisticados como las peluquerías. Desde futbolistas a modelos, pasando por cantantes o actores, todos disfrutan durante estas fechas, junto a otros visitantes anónimos, de los múltiples encantos y posibilidades de ocio que ofrecen las idílicas pitusas. No en vano uno de sus principales atractivos ha sido siempre el de tolerar sin complejos que todo hijo de vecino pueda mostrarse en bañador o sin él, sin peinarse o asearse, sin maquillarse o depilarse e incluso dejando entrever algún pecado, defecto, vicio o querencia desconocida por el público en general. Aquí cada uno ha ido siempre a su bola sin importarle qué hiciera el prójimo con independencia de cuál sea su profesión o los ceros que tenga su cuenta corriente.
Pero la presencia de estos personajes de la farándula transitando por las calles de nuestro apacible y armonioso territorio también trae consigo una indeseable plaga de caza recompensas de esos que se venden al mejor postor sirviéndose de la manida excusa de que aquellos deben asumir sin rechistar el precio que conlleva la fama. Así, agazapados al acecho de su desvalida víctima, que disfruta felizmente ajena a cuanto le rodea, multitud de pseudo fotógrafos, más conocidos por el término italiano paparazzi, utilizado comúnmente para definir a estos particulares camarógrafos sin escrúpulos, se apresuran a captar con sus objetivos cualquier comprometida y suculenta imagen sin importarles vulnerar con su temeraria actuación el constitucionalmente reconocido derecho a la intimidad, el honor y la propia imagen del que disfrutan absolutamente todos los ciudadanos, llegando incluso a recurrir directamente, si así se requiere para engordar la bolsa, al típico truco sucio y ruin de inventar o elucubrar. No importa que se encuentren en una aptitud ajena a su ámbito profesional. No se repara en el daño que su difusión les puede ocasionar en su vida personal, familiar o laboral. Les trae sin cuidado que se invada su ámbito de privacidad o que se recopilen situaciones íntimas, incómodas, violentas o deshonrosas fruto de simples descuidos o del mero azar. Todo vale para cazar, vender y cobrar ¡clin, caja!
Y tengan en cuenta que tan grave es la captación y tergiversación de estas imágenes como su difusión a través de los distintos medios con los que cuenta la denominada prensa rosa o «sin corazón», porque si nadie estuviera dispuesto a desembolsar cantidad alguna por estas infames imágenes pronto se acabaría la fiesta para estos oportunistas. Muerto el perro se acabó la rabia. De igual forma, tan grave es la difusión pública de estos contenidos como su consumo por la audiencia, porque si no resultaran de interés para un numeroso grupo de población también se les acabaría rápidamente el cuento. ¿De verdad que le interesa a alguien que se saque a la luz la celulitis de una actriz mundialmente conocida por sus actuaciones cinematográficas? ¿Aporta algo a la humanidad contemplar el michelín de la felicidad de un artista que compone canciones que nos ponen a todos los pelos de punta? ¿Es relevante que un afamado deportista que exprime su cuerpo hasta el límite para mayor gloria de la nación tenga novia, novio o novie y salga de parranda alguna vez? ¿Tras veintiocho años del Puente del Alma de París aún no hemos aprendido nada? Pues, visto lo visto, parece que no.
Hoy en día cualquiera puede ser víctima o testigo privilegiado de una de estas rocambolescas cacerías humanas tan de moda en los últimos tiempos en un lugar tan apreciado hasta ahora por su libertad como por su libertinaje. En cualquier momento lo que realmente pretendía ser una improvisada y divertida tarde de amigos y familia veraniega puede convertirse por la exclusiva voluntad de este tipo de sanguijuelas en la falsa y tergiversada creación de un romance que tan solo existe en la mente calenturienta del descarriado despojo humano que decide filmarlo para su ulterior venta y difusión sin efectuar verificación o comprobación alguna que evite que la inmoral invención pueda provocar un enorme daño a un número indeterminado de personas. ¿Pero y esto a quien le importa? Siempre habrá quien grabe e invente, quien esté dispuesto a comprar las imágenes y a difundirlas para rellenar horas de contenido sin sentido, pero también, y esto es lo más preocupante de todo, quien esté deseoso de deleitarse con esta deleznable carnaza que engulle a bocados sin cuestionarse ni remotamente su veracidad.
Dios tendrá la ocasión de castigar debidamente estos despreciables actos llegado el momento, como también los juzgados y tribunales integrantes de nuestro poder judicial cuando conozcan de las acciones que en tal sentido se ejerciten por los legítimos titulares de los derechos vulnerados. Porque al igual que no es posible librarse de la justicia divina tampoco lo es de la terrenal por muy lenta que ésta sea. Mientras esto ocurre no podemos permanecer en silencio y mantenernos escondidos observando como unos pocos se lucran con la vida de otros muchos. El haber alcanzado notoriedad y holgados emolumentos por el arte que se tenga, la profesión que se ejerza o por el cuerpo que se luzca, no puede servir de excusa espuria para justificar un constante acoso y derribo, difamación o hasta la simple mofa o denigración. Quien actúa así tan solo puede ser visto por los demás como un pobre desalmado sin compasión, como un cáncer que hay que extirpar de la sociedad de forma inmediata, como un temerario terrorista que atenta contra los derechos más esenciales de quienes nos visitan y, en definitiva, como un prescindible grupo de repugnantes y aterradores seres que merecen el mismo adjetivo que los integrantes de aquella ochentera pandilla de los cromos.