En esta mañana húmeda y algo nostálgica preparo un potente Negroni y brindo por Luca Romani, genio de Macao, que ha pasado a mejor vida antes del inicio oficial del tórrido verano. Su funeral en Santa Gertrudis reunió a la variopinta fauna ibicenca, imposible de clasificar por cualquier sociólogo, con lobos solitarios y sirenas varadas, nativos y forasters afincados en el paraíso de almas descarriadas que todavía se atreven a ir por libre, ajenos a cualquier vulgar estandarización, católicos y paganos que deseaban homenajear a un amigo muy querido y abrazar a su familia.
Luca conoció el triunfo pronto, cuando montó el Macao en el puerto de Ibiza, entre amores y trifulcas con su madre, Sonia, espléndida cocinera y mujer de armas tomar. Su garito era entonces el centro de reunión más cachondo de la isla hedonista, algo así como una guarida chic de piratas, jugadores, malditos y bellezas, donde la libertad era absoluta siempre que se ejerciera con garbo. Uno llegaba sin necesidad de telefonear a nadie y, mientras cayeras en gracia a Luca, siempre encontrabas mesa aunque estuviera de bote en bote. Se producía el arte del encuentro y terminabas charlando con unos y otras presto a sumergirte en la aventura nocturna.
Cuando el puerto empezó a ponerse incómodo, Luca –olfato infalible— desembarcó el Macao en Santa Gertrudis para que la magia continuase. Con su estilo personalísimo contribuyó al boom del pueblo cosmopolita pero muy ibicenco. El éxito acompaña a quien es capaz de trabajar duro y divertirse, cocktail de leggerezza que se aprende en la escuela de vida. Cuando le ofrecían pasta gansa por Macao respondía como un payés que no quiere vender la finca: «¿Y qué voy a hacer, irme a pescar?». Genio y figura, Luca, brindo por ti.