«La sirenas son las ninfas de Sirio», me explicó Luís Racionero mientras almorzábamos un espléndido bullit de peix en Es Torrent. El tema salió porque en la mesa vecina habían desembarcado unos macarras de cualquier gigantesco pepino náutico. Como nadie les reconoce sin su yate, iban acompañados de una corte de bellezas que hubieran maravillado al sultán de Sherezade.
Mientras ellos bebían coca-cola para acompañar un solomillo (lo cual provocó cierta indignación en Xicu y un ataque de ira en Racionero), ellas regaban con alegre champagne su dentón. Eran magníficas y podían ser de cualquier rincón, credo o filosofía del mundo. Naturalmente se dieron cuenta de nuestra admiración (alguien debía hacerlas caso, sus acompañantes solo hablaban con telefonino), y se volvieron a nosotros con sonrisa de Gioconda para regalarnos la melodía más encantadora: cantos de sirena.
Pues las cigarras y las sirenas cantan en allegro majestuoso durante la tórrida canícula en que reina «la abrasadora» Sirio, la estrella más brillante de la constelación del Can. Es el reino del verano, excesivo y sensual, el mismo que hace dos mil años provocó que el emperador Tiberio convocase un cónclave de magos y poetas en Capri para saber qué demonios cantan las sirenas. No se sabe con certeza a qué conclusión llegaron, solo que un pescador los llevó el mensaje de que el gran dios Pan había muerto.
Pero yo creo que Pan es pariente de Bes, que por Ibiza alienta gozoso. Y la clave del canto de la sirena, según explicaba Racionero (por algo sobrevivió a un gran amor seis veces), es la música púbica que en la corta distancia embelesa la voluntad de cualquier macho vitalista. Regalo precioso, no apto para cabestros que temen caer bajo el influjo de lo mágico.