Desde el ibicenco de rancio abolengo hasta el extranjero que viene a echar el agosto con su negocio pirata, todos se atreven a pontificar sobre las virtudes y defectos de esta heterogénea roca. Ibiza no deja indiferente, su magnetismo es un misterio que embelesa incluso a aquellos que hace décadas que la dan por muerta con escaso acierto.
La gastronomía no es ajena al paradigma del bien y el mal o del postureo frente a la autenticidad. Por un lado, tenemos a los antros de «susto-gusto» (como los apoda mi maestro Jorge Montojo), en los que uno paga un abultado e inmerecido óbolo por hacerse una foto bonita en un sitio decadente, con un servicio pretencioso y una cocina fake. Estos espacios de autopromoción, orientados a indigentes intelectuales, bolsillos agradecidos y vanidades insatisfechas proliferan como setas en un bosque húmedo de otoño.
Pero, por otro lado, tenemos motivos para la esperanza. Nos quedan todavía templos gastronómicos honestos en los que se respeta no sólo el bolsillo, sino el paladar del comensal. Es más, existen restaurantes tradicionales y modernos que se han ganado un espacio en los órganos capitales que dan sentido a nuestra existencia: el corazón y el estómago.
En Portinatx, ese apacible rincón de bienaventuranza, uno es capaz de vivir una de esas experiencias que reconcilian. Saliendo de un pacífico buceo con los indómitos amigos de SUBFARI, aparece el célebre artesano de los fogones Jordi Comas, cuya juventud no está reñida con el talento. En el NIU nos permite explorar los ancestrales sabores de cuna con trabajadas texturas inesperadas que nos devuelven la paz frente a la vorágine, sin sustos al llegar el fatídico momento de abonar la cuenta. Ese bocado mediterráneo es el que da sabor a una experiencia estival de contrastes.
SalomónYa tardaba en aparecer…. Dale, hijo. Sienpre te digo lo mismo: llevo senelló.