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Opinión

Champagne y revolución

| Ibiza |

Si estos ganan, a los primeros que matan es a los tipos como yo», reconocía con voz aceitunada Salvador Dalí. Creo que se refería a los nacional-socialistas que adoraban como líder a un atroz esnob plebeyo, pero también podían ser los comunistas que asesinaron a las bellas zarinas para erigirse en longevos dictadores de dacha y chacha, timoneles que condenaban a taoístas a romperse la espalda en campos de arroz o cínicos barbudos de bohío y harén de mulatas. Hoy serían los políticamente correctos o memos woke que pretenden transformar la democracia en corral de cabestros. Todos ellos proyectan el listón totalitario del más bajo denominador común, balido único, la aniquilación del espíritu, el mentiroso molde igualitario cuando la maravilla es el desarrollo pleno de la personalidad, la excelencia, o sea.   

El gozo sagrado de la espontaneidad está en claro peligro de extinción gracias a tanto mentecato armado con móvil acusador y consignas buenistas de perverso inquisidor. Hasta el Rey tuvo que rogar que hicieran el favor de dejar de grabarlo en mitad de un concierto.

Los fariseos se rasgan las vestiduras cuando soltamos un piropo a una diosa ligera de cascos; también cuando arrojo huevos a la mosca cojonera en moto acuática (en su estruendoso caso, el motor eléctrico debiera ser obligatorio) que afeita la popa de mi bote. Nos quieren domados y sin ánimo rebelde o gozador, bien atados bajo la espada de Damocles de una multa desproporcionada, nudo gordiano que llama al macedonio.

Como Scaramouche, nací con el don de la risa y la sensación de que el mundo es teatro. Así que bailo un sirtaki al sol, consciente de que entre el estallido de la revolución y el pelotón de fusilamiento, siempre habrá tiempo para botellas de champagne.

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