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Opinión

La Ibiza que perdimos (y la que aún podemos salvar)

| Ibiza |

Recomiendo encarecidamente que si tienen unos minutos se atrevan a desafiar al caos que supone entrar a la ciudad de Ibiza en verano y se acerquen hasta la calle Aragón para visitar la sala del Consell d’Eivissa Sa Nostra. Allí, hasta el 7 de agosto, se puede disfrutar con una exposición titulada ‘Años 80. La Ibiza que desaparecía’ compuesta por 60 imágenes del fotógrafo y periodista alemán Wolfgang Löffler que conmueven por su sensibilidad y su mirada honesta y cercana , y sobre todo, por recordarnos todo lo que hemos perdido en esta isla en apenas cuatro décadas.

Y es que al entrar en Sa Nostra uno no puede evitar sentirse sacudido por una mezcla de nostalgia y tristeza al comprobar que que estas imágenes de Löffler – tanto en blanco y negro como en color, con escenas rurales, laborales o cotidianas que hoy parecen imposibles – nos hablan de una Ibiza que ya no está. Una Ibiza íntima, silenciosa y auténtica que, como aseguró en Onda Cero el comisario de la muestra, Joan Albert Ribas, «es una Ibiza que ya no volverá».

Y tiene razón. Porque lo que retrató Löffler en sus fantásticas imágenes no fueron solo paisajes o vestidos tradicionales, oficios cotidianos o mujeres haciendo queso o pan, sino una forma de vivir y de una relación con el entorno que irremediablemente se ha roto en mil pedazos.

Yo llegué a esta isla hace unos 15 años y ya no reconozco a la Ibiza que me enamoró desde el primer día en que puse un pie en ella. No pretendo decir que aquella Ibiza fuera perfecta. No lo era. Pero sí era distinta. Más sencilla, más accesible, más real. Y, sobre todo, menos agobiada. En aquellos años uno podía aún perderse en caminos rurales en busca de una casa austera cuyo cruce estaba indicado con una piedra de colores sin cruzarse con una hilera de furgonetas negras adelantando a toda velocidad. Aún se podía encontrar una cala que no estuviera invadida por música estridente, sombrillas, hamacas o vendedores ambulantes. Se podía recorrer la Marina o Dalt Vila un domingo por la tarde sin sentirse un actor en un decorado para influencers ni tampoco Ibiza se había convertido en este parque temático del que prácticamente todo el mundo quiere sacar tajada. Era un lugar especial, repleto de culturas de todo tipo, respeto mutuo y un equilibrio precario pero precioso entre quienes venían y quienes vivían.

Hoy en día es difícil no ser crítico y no sentirse algo derrotado cuando se imagina el futuro de Ibiza. Las playas están masificadas, el tráfico es un colapso diario, las furgonetas de transporte VIP dominan las carreteras y las vías de pequeños pueblos como si fueran una élite rodante y del acceso a la vivienda está todo dicho. Lo mismo que de los precios en supermercados y restaurantes con niveles absurdos mientras el turismo de fiesta low cost y el de lujo desmesurado conviven en una esquizofrenia que deja poco espacio para la vida normal de los aquí se quedan todo el año o de las familias que pretenden criar a sus hijos en esta tierra.

La Ibiza que amé y que reflejó Wolfgang Löffler unos años antes no era solo una postal bonita. Era una isla que conservaba todavía parte de su alma. Una isla en la que los payeses aún estaban presentes en los mercados, en los caminos y en las fiestas populares. Una isla donde la relación con el mar era de consumo y de respeto. Una isla que aún sabía frenar para ver una puesta de sol sin grabarla ni aplaudirla. Que sabía frenar para hablar y descansar con el vecino y no solo para evitar estamparte contra un muro a 200 kilómetros por hora.

No era una Ibiza de glamour ni de fiesta. Era la Ibiza de lo cotidiano que brillaba a través de una mujer en su huerto, un anciano en la plaza o con niños corriendo descalzos. Gestos simples que definían el carácter de esta isla y que nos hacen preguntarnos ¿cuándo dejamos que todo esto se perdiera?, ¿cuándo aceptamos que Ibiza fuera solo un producto? o ¿cuándo renunciamos a defender lo que hacía especial a esta isla?

No lo se. No tengo ni idea. Tal vez fuera tan rápido que cuando quisimos darnos cuenta ya lo teníamos encima. Y por eso algunos dirán que no hay vuelta atrás, que los tiempos cambian y que el turismo es el motor de la economía pitiusa y que sin él morimos. Pero sin poner en duda esta afirmación también sería bueno darnos cuenta que una economía que devora su entorno es una economía que se muere. No se trata de cerrar puertas ni de vivir del recuerdo sino de preguntarnos si este es el modelo que queremos, si este ritmo es sostenible y, sobre todo, si queremos seguir así.

Las instituciones aseguran que hacen esfuerzos para dar la vuelta a la tortilla pero muchas veces parecen ir a remolque de los intereses privados. Porque mientras se discute sobre ordenación del territorio o sobre saturación sigue habiendo miles de coches que inundan la isla cada día. Porque mientras se habla de crear viviendas a precios asequibles surgen más promociones de lujo al alcance de muy pocos bolsillos. Porque mientras se nos promete sostenibilidad, los vertidos al mar continúan y la calidad del agua empeora verano tras verano. El sistema está colapsado y lo peor es que parece que nos hemos acostumbrado.

Por eso exposiciones como ‘Años 80. La Ibiza que desaparecía’ en Sa Nostra Sala son tan necesarias. Nos obligan a recordar ,y recordar es el primer paso para reaccionar. No para vivir en el pasado, sino para tener una brújula que nos marque el camino y para saber qué es lo que queremos proteger. Para preguntarnos qué tipo de Ibiza queremos dentro de 15 años y ser conscientes de que si no cambiamos el rumbo, lo que perderemos no será solo la autenticidad de la isla, sino su habitabilidad misma.

Quizá no podamos volver a aquella Ibiza de los 80 que Löffler retrató con tanto respeto. Pero sí podemos dejar de destruir la que nos queda con políticas valientes, decisiones coherentes, límites al turismo desmedido, protección del medio ambiente, vivienda digna, transporte público eficiente, y respeto por la identidad que hizo a esta isla tan especial. Y sobre todo por recordar que Ibiza no es solo una marca ni un destino sino un hogar y que está en nuestras manos decidir si queremos seguir viviendo en ella… o solo visitándola como si ya no nos perteneciera.

2 comentarios

yat yat | Hace 4 meses

Ángel TorresAqui uno q llegò a la isla hace 55 años, con una semana de edad.. y sí, la isla se ha convertido en patio blanqueador de mil mafias y fondos de inversiòn. La gran pregunta es cuàl es el % actual de los millones d € q se generan en la isla se quedan en la isla??? O cuàl es el % de negocios aún en manos de familias locales? O por qué parece q nuestras autoridades no aplican las leyes q podrian salvar el futuro de la mayoria de residentes y parecen màs dedicados a lo propio q a lo público? Por curiosidad.. cuanto agentes, funcionarios o inspectores hay en la isla para denunciar irregularidades urbanìsticas y/o de alquiler ilegal y cuántas denuncias han puesto este año?

user Ángel Torres | Hace 5 meses

Coincido totalmente con lo expresado en el artículo. Es el mismo sentimiento que tengo yo. Soy ibicenco de más de ocho apellidos naturales de la isla y me ronda en la cabeza irme una temporada larga para desconectar y volver a normalizar la vida. Aquí el residente está normalizando situaciones, hechos y sentimientos antinaturales en relación a lo que es una vida en sociedad normal. Tengo el sentimiento que la isla se ha transformado en una especie de cárcel con un patio de recreo peligroso y carísimo.

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