El DJ Calvin Harris acaba de ser papá. Su pareja, Vick Hope, ha parido en Ibiza. Lo ha hecho dentro de una piscina hinchable en lo que, por las fotos, deduzco que será una villa de lujo. Imagino que no habrá faltado la doula de turno y, si me apuran, supongo que hasta algo se habrá dicho de las constelaciones familiares en el momento del parto. El ritual místico se ha completado con la exhibición de la placenta de Hope deshidratada y encapsulada para ser distribuida, aunque la noticia no especifica quiénes serán los afortunados destinatarios del souvenir espiritual.
Yo no sabía cómo era una placenta hasta que di a luz a mi hija pequeña. Me dejaron sola en el paritorio mientras a ella se la llevaban a la incubadora y, cuando logré incorporarme un poco, me encontré frente a frente con lo que parecía un gigantesco filete crudo reposando sobre una mesa. Casi muero…
Una enfermera entró para avisarme de que enseguida vendría un celador a llevarme a la habitación. Y, con toda la vergüenza del mundo, le pregunté qué era eso. Y me dijo: «Es tu placenta». Pasé tiempo intentando borrar esa imagen de mi mente. Y lo último que hubiera querido era verla en mi mesita de noche en forma de cápsulas.
En el mundo de los partos, las magufadas están a la orden del día. Y la sanidad oficial las alienta con eufemismos como el «parto respetado», una forma de pedir perdón antes de que la matrona te ordene «empuja, mamá». Muchos paritorios son hoy como salas de terapia de integración sensorial donde parece que nadie se atreve a decirte que estás pariendo, no meditando ni haciendo pilates.
Y después del parto llega la tortura de la lactancia materna, con todas sus talibanas augurando los peores designios para tu bebé si decides que no lo quieres enganchado a tus pechos durante dos o tres años. Ser mamá es duro. Serlo bajo el ojo ajeno lo es mucho más.