Septiembre llega siempre con un aire de justicia poética. La isla, exhausta tras meses de servidumbre hedonista, empieza a quitarse el maquillaje fluorescente. Las maletas ruedan progresivamente hacia el aeropuerto, arrastradas por turistas todavía cubiertos de purpurina y remordimientos y, poco a poco, Ibiza se parece menos a un parque temático del exceso.
Irónicamente, lo que el visitante de verano llama «paraíso» es lo que los que vivimos aquí sufrimos como temporada alta. El verdadero paraíso empieza después, cuando los atardeceres vuelven a ser íntimos, los caminos de tierra se pueden recorrer sin convertir el coche en una cápsula de polvo ajeno, y uno puede sentarse a tomar un café sin sufrir un desfile chabacano de banalidad.
En septiembre Ibiza deja de ser una isla disfrazada de postal, se quita el velo de la impostura y se reconcilia con lo elemental: la luz aterciopelada, las higueras cansadas, las playas menos magulladas por la huella de la masificación y los residentes que volvemos a ocupar nuestro lugar natural. Es entonces cuando entendemos que no vivimos en un resort, sino en un territorio con memoria, ritmos y dignidad.
Los visitantes que aún quedan son de otra especie: leen en la playa y descubren que el sonido de los grillos tiene más matices que cualquier after. En ese contraste se revela la verdadera Ibiza, la que se entrega a quien viene a escucharla en vez de intentar conquistarla.
El otoño no es, como algunos creen, un cierre. Es más bien el prólogo del auténtico disfrute, el que no necesita DJ residente ni pulserita VIP. La isla respira, y nosotros con ella. Y así, mientras el mundo recuerda Ibiza como un paréntesis sudoroso en sus veranos, nosotros celebramos el mejor de los privilegios: quedarnos.