Llueve sobre mi whisky como llueve en mi corazón? Barrunta tormenta y la isla de Ibiza se despereza y regenera su virgo, como hacía la diosa celosa, protectora del matrimonio y furiosa por las canas al aire, en el manantial de Khanatos. Durante el largo y cálido verano los indígenas parecíamos una panda de beduinos desérticos, observando ora con desdén, ora con apetito a camellos y caravanas turísticas, y solo podíamos abrevar en el bar, que va siempre va más allá de un espléndido espejismo porque jamás te desilusiona. El oasis, como el placer, está donde uno lo encuentra.
Conozco parejas temerarias que aprovechan los días de tormenta para recuperar su pasión en plena naturaleza, entre rayos y truenos y lluvias torrenciales. Lo de echarse al monte es una gozada que dispara la libido incluso al más huraño asexual. El amor frecuentemente es una escena y precisa de su teatro y, la verdad, estar rodeado de pinares y romeros que llegan a la orilla desde los acantilados como esmeraldinas lenguas de absenta, donde el perfume de la brisa salada exalta al cartujo más ascético, donde todavía el gran dios Pan duerme su siesta y bailan las ninfas afrodisias al son de la xirimía de Bes, resulta un escenario amoroso incomparable. La naturaleza pitiusa mezcla con todo un cocktail irresistible que derrumba las tímidas defensas y abre gloriosamente las puertas de los cuerpos más castos.
Pero puede resultar un anticlímax eso de que tu coqueta deba ser rescatada por un apuesto bombero. De allí saldrán nuevos y excitantes sueños y la próxima escena tal vez exija de un traje aislante y una manguera ad hoc. Muchos excursionistas amorosos no calculan las consecuencias de su escapada tormentosa. Pero bueno, la cuestión es amar.