Marean de nuevo la perdiz social con el sádico cambio de hora, cuya única ventaja es que así se empieza a beber antes. Eso cuando se sigue la razonable ley de los duros whitehunters, los cuales, por eso de no ver doble cuando apuntan a un león o son embestidos por un búfalo, tienen como norma draconiana empezar a beber solo tras la puesta de sol. Pero como en España el sol se acuesta, dependiendo de la estación, a las diez de la noche o a las cinco de la tarde, pues encuentro harto voluble seguir tal dictadura horaria para afinar la puntería.
Y todo porque los burócratas nos condenan a las tinieblas invernales arrebatándonos una hora de luz. No puedo sino echar pestes de esa gente cuyo pasatiempo favorito es madrugar y que justifican la drástica medida con la sempiterna chorrada del ahorro energético. ¡No para los hogares! A no ser que dispongas de chimenea, coñac, amante y piel de oso, la electricidad en casa es una ruina.
En el Mediterráneo y en cualquier pueblo de la Península, ya sea en la ancha meseta o a la falda de los Pirineos, es una tristeza, edulcorada por los colores del cielo, observar como a las cinco de la tarde ya es de noche por imposición de aquellos que gustan de meterse en el catre para jugar al zapping (prefieren cualquier consola a los juegos amatorios: diferencia de gustos en cuestión de botones).
Ya hace unos años el mentiroso y vampírico presi dijo que estudiaba no cambiar el horario. Y se sorprendió desagradablemente cuando, en cierta encuesta, el pueblo afirmó preferir el horario de verano. Naturalmente: ¡Queremos más luz!