VEl pasado 10 de octubre saltó la noticia de que pie humano había sido encontrado en Platja d’en Bossa después de que un fuerte temporal hubiera removido la arena y el mar. Lo encontró un vecino madrugador que paseaba con su perro e, inmediatamente, como es lógico, avisó a la Policía Nacional para que, como se hace en las series de televisión y en las películas, acordonó la zona y colocó un palo junto a los restos para que las olas no los devolvieran al agua antes de que llegará el equipo forense.
Y ahí empezó, y casi terminó, la historia.
Y es que esta noticia ocupó un breve espacio en los medios de comunicación locales mientras que en los nacionales prácticamente ni rastro. Tras el titular aséptico de «Hallan un pie humano en la playa de Platja d’en Bossa», el texto se acompañó de imágenes del cordón policial y declaraciones escuetas, y en apenas unas horas, fue perdiendo importancia en la página web ante la importancia y los likes que generan titulares de ocio, fiestas de cierre, falta de profesionales, alertas de la Aemet o la futura promoción de viviendas de súper lujo que va a construir el chef turco Salt Bae bajo el nombre de The N Residences.
Sin embargo, por más que se haya abierto la investigación habitual, este hecho no debería pasar desapercibido. Porque ese pie, que el mar arrojó tras el temporal, es mucho más que un simple suceso. Es un recordatorio. Es un fragmento de humanidad en medio de una isla que en ocasiones parece olvidar que detrás del turismo, del brillo y de la palabra paraíso que tantas veces repetimos, hay cada vez más hallazgos que nos devuelven a esa otra dura realidad que se vive en nuestro querido Mare Nostrum.
Ya casi ni nos sorprendemos
Porque no es la primera vez que el mar devuelve algo así. En los últimos meses se han registrado en las Pitiusas hallazgos similares de cuerpos flotando, de restos humanos arrastrados por las corrientes y de historias sin nombre que acaban archivadas entre informes policiales. Y lo preocupante es que casi nos hemos acostumbrado a leerlo como quien hojea una anécdota incómoda entre cifras que nos hablan que hemos vuelto a batir récords de turistas o que una vez más hemos hecho historia con los closings de las discotecas.
Y precisamente, aquí esté parte del drama. En haber aprendido a convivir con la indiferencia de que el mar siga devolviendo cuerpos de personas que se jugaron la vida en busca de un mundo mejor mientras, nosotros, los que vivimos aquí, solo les devolvemos silencio. Como si en esta isla se prefiera hablar de imagen, de marca, de sostenibilidad, de glamour, pero poco de humanidad o de que el Mediterráneo que tantas veces usamos como fondo de postal también es frontera. Un espacio donde confluyen migraciones, desapariciones, naufragios y tragedias invisibles. Y es que cuando un pie aparece en la arena, nos deberíamos hacernos la pregunta de qué está pasando realmente a nuestro alrededor, a quiénes hemos dejado de ver, y por qué ya no nos conmueve.
Me duele pensar que hemos normalizado el horror
Por ello me duele sobre manera que hemos normalizado el horror. Que lo miramos con distancia, como si no formara parte de nuestra vida cotidiana. Que basta con transcribir un teletipo de una agencia, esperar que la Policía nos mande la fotografía en cuestión y pasar al siguiente titular, olvidándonos que detrás de cada resto humano hay una historia que no conocemos, una familia que quizá espera noticias o una vida truncada por el mar.
Como si no interesara que la conversación entre en la sociedad. Como si no encajara con la Ibiza que queremos proyectar centrada en los anuncios de buenas cifras, de récords, de fiestas, de sol, de playa y de hedonismo y, que por cierto, está muy alejada de esa otra Ibiza que madruga para limpiar calles, la que tiene que marcharse porque el nivel de vida les ha expulsado o la que malvive donde puede porque no encuentra ni un piso ni una habitación. Esa que da lustre y sostiene a la Ibiza del brillo. Esa que sabe que, precisamente, la isla no no es solo brillo y que también hay marea baja.
El hallazgo de Platja d’en Bossa no debería quedar como simple curiosidad macabra. Debería servirnos para mirar hacia dentro y para hacernos reflexionar sobre qué es lo que estamos haciendo mal cuando el mar nos devuelve partes de personas y nosotros seguimos igual. No se trata solo de identificar un cuerpo. Se trata de recuperar la empatía colectiva que se nos está escapando y hacerlo a través de la implicación social. Y no a través del morbo, a través de un vídeo o una foto que se comparte en redes sociales, sino desde la conciencia. Preguntarnos qué ocurre en nuestras costas, qué historias quedan flotando, quiénes son los que desaparecen y al mismo tiempo hacerlo con rigor y con humanidad.
Y es que si partimos de la base de que la indiferencia es una de las mayores formas de abandono que hay y de que Ibiza siempre ha presumido de espíritu libre y acogedor, no podemos permitirnos mirar hacia otro lado cuando el Mediterráneo se convierte en cementerio. El turismo no puede tapar el dolor. No puede hacernos olvidar que bajo nuestro sol, nuestras calas y nuestras aguas azul turquesa también hay sombras que merecen ser vistas.
Las Pitiusas hace tiempo que se debaten entre el brillo y el vértigo
Y reflexionar sobre esto también nos hacer darnos cuenta que las Pitiusas llevan tiempo debatiéndose entre el brillo y el vértigo. Entre lo que muestran al mundo y lo que esconden de sí mismas olvidándose de que una comunidad no se mide por su número de visitantes, sino por cómo reacciona ante el sufrimiento. Y que en eso, tal vez, estamos suspendiendo.
Porque el mar nos devuelve lo que preferimos olvidar. Nos lo devuelve para que miremos, para que sintamos, para que actuemos y para que entendamos que toda vida humana vale más que cualquier campaña de promoción. Y para que entendamos que, tal vez, aquel palo que los agentes clavaron en la arena para evitar que el mar se llevara los restos puede ser una metáfora de cómo un simple gesto sencillo puede y debe impedir que el olvido arrastre lo poco que queda de una persona. Ojalá podamos hacer lo mismo como sociedad y seamos capaces de sostener la memoria, resistir a la indiferencia e impedir que la marea se lleve nuestra humanidad.
Porque si algo debería inquietarnos no es que el mar devuelva cuerpos sino que, nosotros, cada día más, devolvemos silencio.