Los asentamientos de infraviviendas, esas chabolas que salpican los márgenes de las principales vías de comunicación y descampados en Ibiza, son la cara más obscena de una isla que presume de prosperidad. Según el primer censo elaborado por el Observatorio Social de las Illes Balears (OSIB) y la Cruz Roja, siete de cada mil habitantes sufren sinhogarismo en la Pitiusa mayor. Hablamos de 1.192 personas malviviendo en 21 asentamientos, una cifra estremecedora que desnuda nuestra miseria moral.
Ibiza se ha convertido, como denuncian las organizaciones sociales, en un territorio con rasgos de «sociedad dual»: por un lado, una economía boyante que atrae fortunas, y por otro, cientos de trabajadores que sostienen esa maquinaria turística pero que no pueden pagar un techo. Paradójicamente, la mayoría de quienes viven en chabolas tienen empleo, pero sus sueldos no llegan para alquilar ni siquiera una habitación. No hablamos de marginalidad tradicional, sino de personas que conducen camiones, limpian hoteles y hospitales, sirven mesas en bares y restaurantes o recogen basuras, y que al acabar su jornada regresan a una caravana, una tienda de campaña o una infravivienda sin agua corriente ni electricidad.
Este drama en Ibiza no es puntual, sino estructural. Los precios de la vivienda se han disparado hasta niveles inasumibles para la clase trabajadora y la oferta pública del Ibavi es ridícula. Y ante esto, sólo se dispone de 122 plazas de acogida en albergues públicos para toda la isla. El resto, a su suerte. Las políticas de vivienda han sido un completo fracaso, y los distintos gobiernos —locales, insulares, autonómicos y nacionales— han permitido que el problema se enquiste. El mercado inmobiliario, entregado a la especulación, ha expulsado a miles de trabajadores que, sencillamente, ya no pueden vivir donde trabajan.
Pero lo más grave es la indiferencia colectiva. La sociedad ibicenca no puede seguir mirando hacia otro lado. No puede aceptar como normal que, en el paraíso que decimos ser, haya personas malviviendo entre plásticos y maderas, sin saneamiento ni derechos básicos. No podemos consentir que en pleno siglo XXI haya favelas en una de las islas más ricas y prósperas del Mediterráneo.
Hace falta una reacción drástica y decidida. Es imprescindible un plan de emergencia habitacional que combine realojos inmediatos a las personas vulnerables o con menores a su cargo, más vivienda social, medidas de fomento del alquiler a precio limitado y penalizar a quienes mantienen viviendas vacías, especialmente si son grandes tenedores.
Es cierto que en los últimos años desde el Consell d’Eivissa se está actuando con mano dura ante el alquiler turístico ilegal, lo que demuestra valentía política. Pero eso no es suficiente para revertir la situación en un mercado inmobiliario claramente atrofiado e incapaz de ofrecer soluciones habitacionales a un precio razonable para la inmensa mayoría de la sociedad, no están muy lejos de poder pagar 1.500 euros al mes por un alquiler o 450.000 euros en una hipoteca.
Una sociedad que tolera que sus trabajadores vivan en chabolas mientras los beneficios turísticos baten récords es una sociedad gravemente enferma. Si no se pone remedio, Ibiza dejará de ser una isla próspera para convertirse en una sociedad fallida, si acaso no lo es ya, incapaz de proteger a los suyos y donde los jóvenes no pueden emanciparse y formar una familia porque no tienen dónde vivir. No podemos quedarnos impasibles ante este fracaso colectivo como sociedad.