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Cincuenta años sin Franco… y seguimos sin aprender lo esencial

| Ibiza |

Cincuenta años ya desde que un 20 de noviembre de 1975 muriera el caudillo de España, Francisco Franco Bahamonde. Y a pesar de todo, cinco décadas después, más modernos, más altos, algo más listos y con más tecnología a nuestro alcance, aquí estamos, viviendo en un país que aún se enreda, discute y tambalea cuando llega esta fecha.

Yo no soy historiador por más que me encante todo lo que tiene que ver con la historia. Para analizar las sombras, los recovecos y los matices de aquellos años de dictadura y de aquellos últimos días de vida del dictador están los expertos, los periodistas veteranos, los profesores de universidad y las personas que lo vivieron en primera persona. Ellos pueden contar con rigor qué pasó y por qué pasó y como, además, creo que todo ya se ha repasado por activa y por pasiva en documentales, libros, coloquios, películas, congresos y hasta en series de sobremesa no quiero aburrirles en exceso contándoles lo ya contado. No, lo mío va por lo mucho que me preocupa lo mal que estamos gestionando nuestra memoria colectiva.

Porque cada vez que escucho a jóvenes de 2025 decir que «Franco no era tan malo», que «al menos había orden» o que «en las dictaduras también hay cosas buenas»… se me encienden todas las alarmas mientras me da por pensar ¿qué estamos haciendo mal para que un chico nacido en plena democracia, con acceso a toda la información del mundo, pueda plantearse siquiera que un dictador es defendible? Y ante esto, he de reconocer que encontrar las respuestas no me resulta sencillo, porque mientras reflexiono sobre qué estamos haciendo mal o cómo no somos capaces de explicar como corresponde todo aquello, también me aterra darme cuenta que, a lo mejor, estamos yendo demasiado rápido a la hora de olvidar.

Yo no viví la dictadura, pero viví a quienes la sufrieron

Yo no había nacido cuando murió Franco. Yo llegué en octubre de 1978, pocos meses antes de que la democracia española estrenara zapatos nuevos. Antes de que se votara la constitución y cuando medio mundo miraba a España con esperanza. Por ello, mi experiencia no es la del miedo, la de la censura o la del silencio impuesto sino la de aquel niño curioso que aprendió qué había sido todo aquello gracias a lo que le contaban en casa sin un ápice de rencor, revanchismo, discursos solemnes ni fechas subrayadas en un libro. Solo a través de algo tan humilde y tan poderoso como un disco de vinilo o una cinta de casete en el coche familiar. Aquellas canciones que sonaban en casa o en los viajes de vacaciones eran, sin exagerar, auténticos libros de texto cantados. Raimon, Lluis Llach, Luis Eduardo Aute, Labordeta, Pablo Guerrero, Victor Manuel, Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez, María del Mar Bonet… aquellos nombres que en algunos casos hoy algunos jóvenes desconocen pero que para mí fueron parte de la banda sonora de una resistencia maravillosa.

Aún recuerdo como si fuera ayer como mis padres, siempre risueños, cambiaban el rictus entonando Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad. Recuerdo como se emocionaban al escuchar Què volen aquesta gent que truquen de matinada? y como la cantaban con una mezcla de rabia y dignidad en sus ojos, como si la canción les abriera una herida muy antigua. Y es que por más que yo canturreara intentando memorizar que quería decir aquel «truquen de matinada» para ellos significaba miedo real, policía secreta, estudiantes detenidos y puertas golpeadas de madrugada.

Los cantautores, los fusilamientos, los grises: las voces que me educaron

Soy y seré siempre un privilegiado porque en casa me hablaban sin tapujos de los últimos fusilamientos del 75, cuando Europa ya vivía en democracia mientras aquí se seguía apretando el gatillo. De aquellos jugadores del Racing de Santander que se atrevieron a llevar dos crespones negros en un partido de fútbol para protestar por ello. Con Roberto, Julia, José María, mi tata Carmen, Roser y su familia de Cervera, aprendí que hubo un tiempo en que los estudiantes corrían delante de los grises y como la famosa Revolución de los claveles en Portugal nos abrió camino poco a poco y como una canción, Grândola, Vila Morena, fue capaz de movilizar un país que entendió que la libertad valía más que el miedo. Aprendí de los cantautores encarcelados por cantar versos prohibidos, que L’Estaca no era solo una canción, sino un grito colectivo, que Raimon, con su Al vent, decía más que muchos libros o que Paco Ibáñez recitaba a los poetas que la dictadura intentaba borrar. Descubrí que, aunque suene imposible, la música estaba perseguida, vigilada, controlada.

Y señores, niños, jóvenes, esto era una dictadura. Y eso es lo que no se puede olvidar jamás. No podemos permitirnos el lujo de olvidar que cualquier dictadura, de izquierdas o de derechas, es horrible y que ante eso no hay matiz posible. Ni tampoco peros ni versiones dulces porque, le pese a quien le pese, cualquier dictadura es la ausencia completa de libertad como se demostró en España cuando, con Franco, no podías opinar libremente, no podías cantar lo que querías, no podías escribir lo que pensabas, no podías ser diferente, no podías disentir y no podías salirte del guion que te marcaban.

Esa vida, o mejor dicho esa no vida, es lo que algunos hoy parecen olvidar sin darse cuenta que una dictadura no puede justificarse. Que una dictadura no es un debate académico ni un ejercicio teórico sino un sistema que destruye la dignidad humana desde la primera línea. Y que eso es algo que no se puede relativizar ni argumentar asegurando que «no todo fue malo». Porque si lo fue, simplemente por el mero hecho de que allí donde no hay libertad, lo demás deja de importar… y que en una dictadura, hasta el silencio tiene dueño. Que, al fin y al cabo, una dictadura siempre es un agujero negro del que cuesta salir y que nunca debe repetirse.

Por eso, lo de hoy también es una pequeña reflexión sobre lo peligroso que es olvidar. De lo tentador que resulta blanquear y de la facilidad con que el presente se convierte en un terreno fértil para el revisionismo. Y de que, que visto lo visto, tenemos que seguir trabajando para mantener una democracia que aunque no queramos reconocerlo, no se sostiene sola ni se mantiene por inercia.

Así que si me lo permiten, para mí lo que debería quedar grabado en este cincuentenario es que una dictadura nunca es una opción. Nunca. Ni medio siglo después ni dentro de cien años. Ni de un bando ni de otro. Y quien diga lo contrario no necesita un debate sino memoria, porque recordar no es vivir anclado en el pasado. Recordar es no repetir errores. Recordar es reconocer el precio de la libertad. Recordar es enseñar a quienes no vivieron aquello que la censura, el miedo y el silencio no son un «modelo de orden» sino un fracaso humano colectivo.

Yo no viví la dictadura, pero aprendí a detestarla sin haberla pisado. Y eso solo fue posible porque mis padres, mis mayores y algunos de mis profesores se atrevieron a transmitirme que nunca la olvidara. Ojalá sepamos hacer lo mismo con quienes vienen detrás.

Porque el día que dejemos de recordar, empezaremos a retroceder.

1 comentario

PepaPig PepaPig | Hace 24 días

Fenomenal. Empieza por cuestionarte el tipo de compañeros periodistas que trabajan contigo en este medio. Desde hace mucho tiempo,con el auge de las RRSS se ha ido admitiendo cualquier posición ideológica y trabajas para un medio de comunicación con una línea editorial que siempre blanqueará esto que denuncias. Ayer,en Madrid, se permitió una marcha fascista y desgraciadamente forma parte ya de una normalidad que han instaurado los medios de comunicación como el tuyo. Arduo trabajo de muchos años.

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