Joan Riera tenía la mirada alegre del marino y el generoso sentido del humor que otorga el buen vino de Ibiza. Junto a su mujer, Stella Tuells, se embarcó para crear la bodega de Can Rich, cuyas viñas admiro metamorfosear cada día y cada noche –siempre grito a su vista: ¡Viva Baco!— entre parrandas y odiseas, como un milagro dionisiaco y cristiano de renacimiento.
Poderosa es la energía de las uvas doradas de Buscastell. ¡Cuántas madrugadas he parado rapaz a tomarlas, empapadas de rocío, que exprimía y bebía sin tardanza para refrescar mi corazón! Canta la ley payesa que puedes tomar los frutos que te caben en las manos, pero que si llevas un capacho te arriesgas a una perdigonada. Algo más permisivo que en la ardiente Sicilia, donde la leyenda cuenta que justo antes de la vendimia, matan al primer turista despistado para que la sangre de fuerza a las uvas.
Vino, aceite de oliva, sobrasada, marcan frontera entre civilización y barbarie. En Ibiza concentran la fuerza telúrica de una isla sagrada, portando a las venas brío, salud y gozo de vivir. Tal vez por eso Joan y Stella pusieron en la etiqueta de sus vinos la cabeza de caballo que era mascarón de proa de las antiguas naves fenicias, cuyos navegantes trajeron la vid hace 2700 años.
Bueno es beber el vino de la tierra con sus matices y sus genios, así navega nuestras venas un conocimiento instantáneo y luminoso. Al Sabini cantaba sufí al vino ibicenco: «Pesadas eran las copas cuando vinieron vacías, pero al llenarse de vino puro se aligeraron y estuvieron a punto de volar, del mismo modo que los cuerpos se aligeran con los espíritus».
Hoy la mar está color de vino de Can Rich.
Bravo!