Los lectores de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, recordarán la escena donde Sancho Panza le endilga este irónico refrán a su señor. Mucha falta le hace al anterior jefe del Estado releer la obra magna de la literatura española. El mensaje grabado por Juan Carlos I pidiendo apoyo para Felipe VI —y justificando ahí mismo la publicación de sus memorias— es la prueba irrefutable de que estamos ante un monarca que no alcanza a comprender que su tiempo, como su reinado, quedaron atrás. Una figura pública y más si es un rey debe aceptar que el relevo exige también discreción y silencio, algo que ha decidido romper. Sus memorias —y este vídeo promocional, absolutamente fuera de lugar— demuestran que el rey emérito se pone en evidencia para satisfacer una pulsión nostálgica. Sus memorias, así como la entrevista concedida al programa ‘Secrets d’Histoire’ del canal France 3, muestran a un anciano embargado por su propio ego, dispuesto no a la ‘Reconciliación’, como ha titulado sus memorias, sino a ajustar cuentas, incluso perjudicando a su propia estirpe. Juan Carlos I no revive la Transición por nostalgia histórica. Al insistir en «contar la historia sin distorsiones interesadas», ignora las evidencias de que a menudo se comportó indebidamente, traicionando a millones de españoles. El relato está perfectamente documentado y sus memorias no lo pueden borrar. Pero lo peor es su incomprensión del daño colateral que causa a la institución monárquica. No se cansa de golpear la autoridad de su hijo y sucesor, el rey Felipe VI, y con ello deteriora la figura de la princesa Leonor, su nieta, quien puede pagar las consecuencias institucionales y dinásticas de los actos de su abuelo. España no necesita las memorias del rey que abdicó en 2014, sino que asuma que el silencio también es parte de la dignidad.
Opinión
«Al buen callar llaman Sancho»
Joan Miquel Perpinyà | Ibiza |