Ibiza sigue siendo solidaria, pero no infinita. Mientras el Mediterráneo trae cayucos, el presupuesto insular hace aguas: 10,3 millones de euros de los recursos de todos los ibicencos destinados a atender a menores no acompañados llegados por rutas irregulares. Una cifra que, por sí sola, debería activar algo más que comunicados bienintencionados.
Aquí conviene aplaudir la franqueza del presidente del Consell, Vicent Marí, cuando afirma: «El Consell está desbordado por la atención a menores no acompañados». No es alarmismo: es contabilidad básica. Decirlo alto y claro, sin criminalizar a nadie, es un ejercicio de responsabilidad política necesaria.
La ironía es que Ibiza, una isla con recursos limitados y problemas estructurales de vivienda, sanidad e infraestructuras, esté asumiendo un papel que corresponde al Gobierno central. Porque mientras se exige a los territorios de llegada una capacidad elástica, las fronteras siguen sin blindarse, las mafias que tratan con seres humanos siguen haciendo caja y la llegada masiva de inmigración ilegal continúa como si fuera un fenómeno meteorológico inevitable. No lo es: es una decisión (o indecisión) política.
La protección de los menores es obligatoria. Lo que no es obligatorio es gestionar el caos a golpe de improvisación ni convertir a las islas en parches permanentes. El mensaje de permisividad y pasotismo que se envía al exterior es temerario. Cada euro gastado aquí es un euro que no va a aliviar la presión que ya soportamos los ibicencos.
Solidaridad, sí. Dejación del Estado, no. Hace falta control efectivo de fronteras, cooperación real en origen y destino, recursos finalistas y un reparto equilibrado. Lo demás es mirar al mar, esperar otro desembarco… y pasar la factura a los de siempre.