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El público abarrota el Baluard de Santa Llúcia para gozar con Carlos Sarduy y Escalandrum

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La trompeta le deja a Carlos Sarduy una mano libre y, con ella, agarra el micrófono y canta: Para que tú lo bailes / Para que tú lo goces / Que mi rumba empezó / (Rumba con guagancó). El concierto acaba de arrancar y el público del Eivissa Jazz ya está en el bolsillo de The Groove Messengers. El grupo que arma Sarduy –multiinstrumentista sabrosón, habanero en Formentera– para su tour en solitario llena el Baluard de Santa Llúcia de funk, de timba, de un jazz que desconoce el prejuicio. La elegante discreción de Abel Marcel en el piano, incluso al marcar el tumbao. La precisa exuberancia del baterista Jay Kalo, marcándose uno de los solos más aplaudidos del festival. La eléctrica consistencia de Aarón Puente, una de las referencias de la diáspora de músicos cubanos en la isla, punteando las tónicas en el bajo. La suave seda del saxo sobre el que se mueven los dedos de Alexei León, una debilidad que, como confiesa José Miguel López en la intro, sonaba mucho en el desaparecido Discópolis de Radio3.

Los temas pasan, el setlist avanza, los invitados suben al escenario. Primero, Vicent Tur. Su trombón goza formando sección con los otros metales. Un huracán. Después, Sarduy invita a subir a Marinah Abad. Al patio de butacas se le planta una lágrima cuando escucha a la ex vocalista de Ojos de Brujos interpretar el Tal vez que sigue cantando Omara Portuondo. Con un turbante parecido a los que suele calzarse la diva, su voz ligeramente rasgada susurra: Tal vez / Si te hubiera besado otra vez / Ahora fueran las cosas distintas / Tendría un recuerdo de ti. Sarduy responde con el fliscorno en los labios. Después, rumba. El show estalla de gozo con una descarga, como las que se siguen organizando cada semana, siempre algo lejos del circuito turístico, en muchos barrios de La Habana, en muchos puntos de Cuba. Son varios temas que se enlazan, y levantan a las más valientes, y las ponen a bailar. Entre medias, una versión, sin cantante, del Bésame mucho que define el significado del verbo encandilar. Queda la traca final, un bis inesperad. «¡Mi sangre, vente p’acá!», le grita Sarduy a un tipo que se bebe una cerveza viendo el bolo desde el backstage. El tipo se llama Noslen Ortega y es un conguero excepcional. Toma la percusión que inicia en la música a tantísimos cubanos –y que Sarduy, igual que el teclado, ha tocado a lo largo de la actuación– y acaba de iluminar los corazones de un respetable que llega hasta Escalandrum con la moral por las nubes.

Los argentinos, que han entrado en el recinto en uno de los momentos culminantes de The Groove Messengers, no se amilanan. De punta en blanco comparecen sobre las tablas y, tan sobrios como repletos de flow empiezan a mostrar su maestría. Hasta el Adiós, Nonino –patrimonio de la familia Piazzolla: se la escribió Astor a Vicenzo y, ahora, la toca Daniel, alias Pipi, el nieto y bisnieto de ambos, batería de Escalandrum– se suceden, en primer lugar, composiciones de la banda y, más tarde, joyas talladas por el modernizador del tango, del astro del bandoneón. Hay tempos de milonga, nostalgias itálicas, aires cinematográficos y jazz temperado.

La sincronía es mágica entre seis músicos que siguen siendo, de alguna manera, los seis pibes que se conocieron en los noventa y, ensayo a ensayo, disco a disco, premio a premio, han ido construyendo una amistad. Los saxofones (tenor, barítono –y clarinete bajo– y alto) son un ensemble de fantasía y precisión. «Gustavo [Musso], Martín [Pantyrer] y Damían [Fogel]. Se conocieron en el instituto y desde entonces tocan juntos», dice Pipi Piazzolla. El prólogo que se marca de un tema de su autoría (Apocalipsis, adora ese tipo de pelis, dice, y está preparado para cuando llegue el fin del mundo; «en cambio, Mariano [Sivori], el contrabajista, no sabe cómo matar un zombi») levanta aplausos. Igual que varios pasajes tocados a las teclas por Nicolás Guerschberg, una rara combinación: perfección académica, sentimiento porteño. «Somos de Buenos Aires», dice el portavoz de esta coral folclórica y tanguera que no quiere tocar los clásicos del viejo Astor como si fueran clones de lo que ya hizo el maestro, «allí crecimos y allí seguimos». Por un ratito, sin embargo, se dejaron caer por el Eivissa Jazz, un festival que empezó con el talento que vendrá (la Jove Big Band Sedajazz) y termina con los ganadores de todo un Latin Grammy. En la buena mezcla está el gusto y en los clásicos –revisitados–, el éxtasis: será difícil olvidarse de aquella propina llamada Libertango que sonó sobre las murallas de Dalt Vila bajo una luna llena de septiembre.

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