A Toni Martín (Málaga, 1961) le define su pasión por la bicicleta. No por el deporte, sino por el objeto en si. Una pasión que le ha ocupado buena parte de su vida como mecánico y, en las últimas décadas, también como comerciante.
— ¿Dónde nació?
— En Málaga. Mi familia era de allí. Pero muy pronto nos vinimos a Ibiza. Mi padre nos trajo cuando yo solo tenía cinco años. El día 24 de junio de 1966 atracaba el Ciudad de Ibiza en el Puerto con mi madre, Victoria, y sus ocho hijos. Mi padre, Antonio, había venido tres años antes.
— ¿Qué hacía su padre en Ibiza?
— Mi padre hizo unos treinta pozos en Ibiza. Hizo la mili en Zaragoza, allí un amigo le dijo que se iba a Ibiza a trabajar, que si se apuntaba. Mi padre se fue y, tres años más tarde, se trajo a toda su familia.
— ¿Recuerda ese día en el que llegó junto a su familia?
— Perfectamente. A día de hoy, todavía tengo grabado en la retina cómo bajábamos del barco, atracado en Es Martell, mientras desembarcaban los coches con esa red.
—¿ Cómo le sentó ese cambio de vida a ese niño de cinco años?
— Mal. Yo no quería vivir aquí, me quería ir. Piensa que era un niño y aquí no conocía nada ni a nadie. Vivíamos en la carretera Sant Josep (cerca de Cas Costes, en la casa de Can Blanquet) y, cada dos por tres, mi madre tenía que salir corriendo tras de mí porque me escapaba para volverme a mi pueblo.
— ¿Se crió en una casa payesa?
— Los primeros años sí. Era una buena casa payesa, espaciosa y con huerto, pero aislada. Solo pasaba un autobús a las 15h y teníamos que ir al colegio de Sant Jordi cada día caminando con mi hermana mayor, Antonia. Cuando tuve siete años nos mudamos a Sa Penya. Allí no vivíamos tan anchos. Prácticamente dormíamos cinco hermanos en una cama.
— ¿Qué recuerdos tiene de Sa Penya de cuando se mudaron?
— Que empecé a trabajar casi enseguida. Dejé el colegio muy pronto, había un profesor que era una bestia. Un militar que se llamaba Don Ernesto que solo servía para pegar hostias, en una ocasión me llegó a tirar de una oreja hasta que sangré. Así que, con ocho o nueve años, ya estaba trabajando desde las ocho de la mañana hasta la una de la madrugada, sin ningún día libre. Mi primer trabajo fue en el bar Domingo (delante del Pereyra) fregando vasos y llenando neveras sin parar. Allí trabajaba mi hermano, Isidro, y estaba el señor Domingo, que era una gran persona, pero solo duré un día. No soportaba ese olor a cerveza putrefacta de detrás de la barra. Así que me fui a trabajar al restaurante Bon Lloc y estaba en la calle de la Virgen.
— ¿Le gustaba el mundo de la cocina?
— No. No me gustaba nada, pero se me daba bien. Mi primer maestro fue Antonio y, después seguí aprendiendo con Paco. Llegué a cocinar en el Club de Campo para la flor y nata de la isla en ese momento: para la moda AdLib, para los Matutes. Cuando tenía 13 años me enteré de que en Can Serapio buscaban a un chaval para trabajar. Me presenté y me cogieron enseguida, comencé el 7 de julio de 1974. Imagínate la alegría de pasar, de trabajar cada día sin librar, a estar trabajando con bicicletas, aunque ganara menos. Enseguida me di cuenta de que me gustaba y acabó convirtiéndose en el oficio de mi vida. Desde el primer día supe que montaría mi propio taller de bicicletas.
— ¿Volvió a una cocina?
— Me vinieron a buscar de muchos sitios cuando se enteraron de que me iba del Bon Lloc, pero no quería. Mi madre acabó harta de que le insistieran. Pero no terminé definitivamente. Hacía horas y, cuando Antonio se partió la clavícula, estuve yendo. También iba al Club de Campo. Con las bicicletas se ganaba poco, así que me buscaba la vida los fines de semana. Llegaba a combinar mi trabajo en Can Serapio con la reparación de bicicletas en talleres de toda Ibiza o Formentera y, por las noches, en el restaurante.
— Se pegaba unas buenas palizas de trabajo.
— Sí. Con 14 o 16 años tienes energía para todo. Incluso íbamos en bicicleta de fiesta a Sant Antoni toda una pandilla de amigos a conocer a las suecas (¡cómo estaban!). Éramos una gran pandilla de amigos, pero la heroína acabó con casi todos: el Sastre, el Muerto, el Momia, el Llocu...
— Viviendo en Sa Penya y con amistades que cayeron en ella, ¿cómo esquivó usted la epidemia de la heroína?
— Gracias a mi madre. Nada más llegar a Ibiza nos advirtió de que tuviéramos cuidado con lo que nos ofrecían por ahí: «Cuidado con las drogas. Si alguien os da algo, si no es dinero, no lo cojáis». Nos mentalizó desde el primer momento.
— Consiguió lo que se propuso con 13 años: montó su propio taller.
— Así es: el 1 de febrero de 1990 dejé mi trabajo en Can Serapio y, justo un año después, inauguramos el taller. Invertí todo mi paro para poner esto en marcha junto a mi socio y amigo Eduardo Fioravanti. Juntos revolucionamos el mundo de la bicicleta en Ibiza. A las otras tiendas no les sentó muy bien que abriéramos. Pillamos una época en la que la bicicleta vivía un auge considerable y vendimos muchas bicicletas. Nos nombraron ‘mejor tienda de España' durante varios años.
— ¿Cómo ha cambiado el mundo de la bicicleta durante su experiencia?
— Es un sector que siempre ha estado bastante saneado, incluso en la pandemia se vivió un gran boom. Aquí no tanto, pero en la península están viviendo ahora un momento complicado, ahora todo el mundo tiene bicicletas y ya no se venden. En estos momentos se está viviendo una gran revolución con la bici eléctrica y el patinete. Aunque hace más de 15 años que las hago, montando motores eléctricos, ahora está viviendo una explosión enorme, y ha venido para quedarse.
— Su pasión ¿tiene relevo generacional?
— Por un lado, mi hija, Ariadna, ha heredado mi faceta culinaria y ha estudiado cocina en San Sebastián y ahora está como jefa de sección de fríos del Nassau con 23 años. Mi hijo, Toni (cómo no), sí que está conmigo en la tienda. Los dos han salido a su padre, también en la cabezonería (ríe).