Carlos Zarate (La Rioja, Argentina, 1951) llegó hace cerca de cinco décadas a las Pitiusas para pescar atunes. Su biografía transcurre desde su Argentina natal hasta Ibiza, pasando por Suiza con un puesto en Naciones Unidas. Sin embargo, el magnetismo de las Pitusas y de sus gentes le acabaron seduciendo para abandonarlo todo para emprender su vida en Ibiza.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en el culo del mundo: en La Rioja, pero la de Argentina. Yo era el único hijo de Sixto Juan y Juana Rosa. Éramos de una familia que podría considerarse como burguesa. Un tatarabuelo mío manipulaba el caucho y ganó mucho dinero vendiéndoselo a los alemanes, se llegó a fundar un puerto en Argentina que llevaba su nombre: Zárate. Sin embargo, cuando cumplí los 18 años, lo primero que hice fue irme a los juzgados para renunciar a cualquier herencia. Los antecedentes eran vergonzosos: uno de mis antepasados, Agustín de Zárate, había sido contable de Carlos V. ¡Imagínate!
—¿Trabajaba?
—Sí. A los 16 años abrí una mina en la montaña, que sigo conservando. Trabajaba los fines de semana y estudiaba el resto de los días. Me llegué a sacar el título de magisterio en Córdoba y también estudié Derecho e Ingeniería. Antes de que pudiera terminar la carrera tuvimos el golpe de estado en Argentina.
—¿Le afectó mucho el golpe de estado?
—Sí, me llevaron preso en el ‘cordobazo'. A mí y a Carlos Saúl Menem, el que después sería presidente, que era gobernador de La Rioja y me había designado un puesto en el Gobierno de La Rioja. Yo tuve la gran suerte de que uno de los jueces había sido compañero mío en la universidad y me acabó otorgando la libertad condicional. Yo tenía mi coche en frente de la comisaría donde me tenían preso. Nada más salir, cogí el coche y, yendo por caminos para evitar los controles policiales llegué al aeropuerto. Dejé allí mi coche para siempre y me subí a un avión suizo.
—¿Qué hizo en Suiza?
—Hice un examen para ingresar en Naciones Unidas y conseguí aprobarlo. Estuve trabajando para la comisión del de Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas, en Ginebra, durante 12 años. Trabajábamos con la minería del tungsteno en todo el mundo menos en Rusia. También abrí algunas empresas, como una de exportación de ‘cabezas' para pozos petroleros a Argelia. Estuve en Ginebra unos años antes de conocer Ibiza.
—¿Qué le trajo a Ibiza?
—Los atunes [ríe]. Un amigo suizo y otro holandés me enseñaron unas fotos con unos atunes enormes. Al preguntarles dónde los habían pescado me dijeron que en el Cap de Barbaria. Vine en barco desde Francia, en un dragon fly que le compré a uno con demasiada afición al casino. Al cabo de un par de semanas de haber llegado, conocí a Pep Platé que me enseñó su técnica para pescar atunes. ¡Llenábamos el bote de atunes! También conocí a un mestre d'aixa, Joan Marí, el calero, que me enseñó más que un ingeniero naval. Con él construimos un barco, un ‘queche' de dos palos, que se llamaba Ilusión. Todavía navega por el mundo. Para construirlo, iba con el calero a la montaña con las plantillas de las piezas que necesitábamos y elegíamos la rama del árbol con las curvas adecuadas. El motor, como aquí era muy caro, lo tuve que ‘contrabandear' desde Gibraltar.
—¿Estuvo mucho tiempo en Ibiza en su primera visita?
—Como no llevábamos bandera española nos precintaron el barco durante seis meses. Durante esos meses conocí a un belga, Bunny Gray, que me propuso construir algo en es Canar, y construimos la discoteca y la piscina de Punta Arabí. En Ibiza nunca me trataron como un extranjero. Me prestaron amarres, Toni Melis me guardaba en s'Espalmador el café y el coñac, en la cofradía me regalaban 100 kilos de hielo cada vez que salía a pescar. Me recibieron mejor en Ibiza que en mi casa. Era un paraíso para mí, así que empecé a venir todos los fines de semana desde Ginebra; todo el personal del aeropuerto de Ibiza me conocía hasta establecerme definitivamente. Por poner un ejemplo de lo bien que me sentí tratado en Ibiza, una vez me dejé un portafolio lleno de dinero en el techo del Seat Panda que le alquilaba a Valentín todo el año. El portafolio se acabó cayendo delante de Los Portuarios y, al día siguiente, allí mismo me vino un portuario a devolvérmelo tal y como se lo encontró. «Carlos, això es teu», es lo único que me dijo.
—¿A qué se dedicó en Ibiza?
—A muchas cosas. Me hospedaba en el hostal de Maria de Can Curt y de su marido, Mariano Mayans que había sido mayoral de s'Espalmador. Con el tiempo me enteré de que se subastaba el edificio y, al llegar al juzgado, resultó que yo era el único pretendiente. Me lo acabé comprando por 20 millones de pesetas y acabé hospedando yo a Maria de Can Curt, que acabó convirtiéndose en mi suegra. Lo reformé entero y al lado descubrimos que había un almacén abandonado de unos contrabandistas lleno de vasijas con penicilina, café, aceite de motor, picadura de tabaco… Entre otras cosas, también me ocupé, junto a Toni Fita de hacerle el techo a una casa payesa que acabó convirtiéndose en Pachá. Piti Urgell me ayudó bastante en ese momento. Y es que no podía sacar mi dinero en francos en Ibiza. Era algo bastante complicado en esos tiempos. Acabé montando una constructora, Corporación Forestal Chaco. Vendía maderas, pusimos los pilones de Botafoch… Incluso trajimos un barco para chupar la arena del fondo del mar y echarla a las playas que tenían demasiadas piedras. Nos daban 700 pesetas por metro cúbico, era mucho dinero, aunque Martina, de Cala Martina, me ofrecía un cordero y una caja de cervezas [ríe]. Así era Ibiza.
—¿Qué le sedujo a la hora de quedarse en Ibiza?
—La libertad y lo tranquilo que se vivía aquí, sobre todo si lo comparábamos con la vida en Suiza. Ibiza era el paraíso para vivir tranquilo. En 12 años nunca supe el nombre de mis vecinos. Ir por las noches a sacar cigalas con una linterna a Tagomago, desayunar gerret por las mañanas con los pescadores con los del Planisi o con Juanito d'es Terç, las fritas de pescado que preparaba la mujer de Miquel… Esto no lo podías encontrar jamás en Suiza. La Ibiza de los años 80 no tenía precio. Aquí acabé conociendo también a mi mujer, Nieves, hija de Maria de Can Curt y de Mariano. Con ella tuve a mi hija Noemí, madre de mis nietos Unai, Gael y Siria. Tengo también otra hija con otra mujer, Katia, que vive en EE. UU.