Rosario Clausell (Alamsora, Castellón, 1947) llegó a Ibiza en 1972 desde su Castellón natal con su familia para comenzar una nueva vida en la que trabajó como mayoral en una finca como limpiadora o cosiendo cortinas.
—¿Dónde nació usted?
—En Almasora, un pueblo de Castellón. Yo era la pequeña de cuatro hermanos. Maria, Laura y Vicent son mis hermanos mayores. Mis padres eran Vicent y Maria Gracia. Mi padre trabajaba en la construcción, igual que mi hermano. Mi madre se ocupaba de nosotros, pero enseguida que pudo se puso a trabajar en los almacenes de naranjas de ‘el favero', que también era el alcalde del pueblo.
—¿Creció en su pueblo?
—Sí, fui al colegio en Almasora y allí mismo también empecé a coser con mi prima Lolita, que era modista. Con diez años me gustaba más coser que ir al colegio. Cuando empecé a trabajar, con unos 15 años, comencé a alternar la confección con el almacén de naranjas. En verano cosía y en invierno trabajaba en el almacén.
—El del almacén de naranjas, ¿era un trabajo muy duro?
—La verdad es que sí. Nos levantábamos a las tres o las cuatro de la madrugada y trabajábamos sin parar hasta la una o las dos de la tarde. Todo el tiempo de pie delante de lo que llamábamos ‘el pesebre', llenando las cajas con las naranjas que iban cayendo desde la máquina. Sin embargo, también es verdad que nos lo pasábamos bien. Trabajábamos de dos en dos y acabábamos haciendo amistad con nuestra ‘pareja'. Éramos jovencitas y nos reíamos mucho en los desayunos contando chistes y gastando bromas entre nosotras. Una compañera tenía a un hermano trabajando allí. Él llevaba los capazos de naranjas a la máquina y tapaba y metía las cajas en el camión. Tanto hablarme de su hermano, me lo acabó presentando y unos años más tarde nos acabamos casando y ya dejé el trabajo.
—¿Tuvieron hijos?
—Sí. Eugenia y Eugenio (ríe). Su padre se llamaba Eugenio y le puso su nombre a la primera. Cuando llegó el segundo y fue niño, después de estar discutiendo que si Joan, que si Vicente o que si Enrique, se marchó al juzgado y le puso Eugenio (ríe). Ahora tengo dos nietas, Estefanía y Aída, que están a punto de hacerme bisabuela (¡qué ilusión me hace!). Cuando mis hijos ya eran mayorcitos, en el 72, a mi marido le salió un trabajo en Ibiza y nos vinimos aquí a vivir. Trabajó poniendo baldosas unos años antes de que cogiéramos una finca para hacer de mayorales, la finca de Can Riera, cerca de Santa Eulària. Estuvimos allí 10 o 12 años sembrando y cuidando animales. No tenía ninguna experiencia, pero aprendí a cuidar la tierra y a cuidar animales rápido y sobre la marcha. ¡La cantidad de pollos que llegué a matar para llevarlos a la carnicería Casa Galindo! En Navidades también matábamos pavos y, claro, también hacíamos matanza de cerdos.
—¿Hasta cuándo estuvieron en la finca?
—Hasta finales de los 90. Entonces vinimos a vivir a Vila y yo comencé a trabajar como limpiadora en las casas hasta que me jubilé. También seguí cosiendo por las noches. Sobre todo cortinas para la tienda de Nati y Alejandro en Isidor Macabich, aunque también hacía arreglos de ropa. Menos dinero, he hecho de todo (ríe). En aquella época mi marido cayó enfermo y comenzó a tener ataques epilépticos. Un día, hace 25 años, me levanté y me lo encontré muerto. A partir de entonces pude empezar una nueva vida más feliz. Nadie mandó más sobre mí, pude hacer lo que me dio la gana, fui dueña de mi propio dinero y pude olvidar episodios desagradables que prefiero no recordar.
—¿A qué dedica su tiempo en su jubilación?
—A mantener la casa limpia, hacer la compra, hacer la comida y a ir a hacer la partidita de cartas a Can Ventosa con mis amigas. A vivir lo más tranquila que pueda, que ya he trabajado suficiente cargando carretillas de estiércol de cerdo. ¡Así tengo la espalda como la tengo!