Vicente Robles (Aceuchal, Badajoz, 1964) nació y creció en un pueblo de Badajoz del que decidió salir en su juventud. Tras trabajar en distintos lugares de Catalunya y Europa decidió probar suerte en Ibiza, donde encontró su hogar hasta día de hoy.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo de Badajoz, Aceuchal. Yo era el tercero de cuatro hermanos. Mi padre se llamaba Domingo y a mi madre la llamaban Lola ‘la del barberino'. Y es que a mi abuelo lo fusilaron durante la Guerra Civil y a mi padre le tocó seguir con el oficio de barbero de su padre con solo siete años. Por eso, en lugar de llamarle ‘el barbero', le llamaban ‘el barberino'.
—¿Ese fue su oficio siempre?
—Así es, aunque tuvo una época en la que se dedicó a representar productos, siempre fue barbero y peluquero. Con el tiempo montó una peluquería en Badajoz que hoy en día mantiene mi hermano. Sin embargo, desde que yo tenía cuatro años, mi madre tuvo que apañárselas sola para mantenernos. Las mujeres de entonces tenían unos ‘reaños' tremendos y mi madre la que más: era la pequeña de 17 hermanos y se quedó sola con solo 16 años. Cuando se quedó sola sin mi padre, se fue a trabajar unos años a Madrid en la casa de Amancio, un jugador de fútbol de la época. De nosotros se ocupaba mi tía Trini durante el día y, por la noche, nos íbamos a dormir solos a casa. Cuando mi madre volvió de Madrid, se fue una temporada a Sevilla a trabajar en una peletería. Siempre trabajó donde pudo y como pudo para llevar a la familia adelante por sus medios y pagar todas las deudas que habían quedado pendientes.
—¿Cómo era la vida en un pueblo de Badajoz en los años 60 y 70?
—En Extremadura los pueblos eran todos muy pobres, con excepción de Almendralejo, ninguno tenía industria. Estábamos todo el día en la calle, jugando a la ‘entera', a los ‘bolinches' (canicas) y a miles de juegos que prácticamente han desaparecido. Nos íbamos al ‘prao' a jugar a fútbol con un par de piedras como portería. Una vez se pararon dos guardias civiles de Tráfico y nos dijeron que no podíamos poner allí esas piedras. Nosotros no habíamos visto nunca a la Guardia Civil de Tráfico y no teníamos ni idea de quiénes eran, mucho menos de que eran guardias civiles. En ese momento, les guardamos el respeto que se le guardaba a los mayores, sin más. Pero al día siguiente preparamos un montón de piedras así de grandes para recibirlos a pedradas. ¡Menos mal que no vinieron! (Ríe).
—¿Iba al colegio?
—Sí, claro. Al principio iba con don José. Un profesor de esos religiosos de antaño. Cuando no acertabas una pregunta, te pegaba con su vara de madera. A medida que te iba preguntando más cosas y no las sabías, cada vez te pegaba más y más golpes. Le pillé tanto miedo que empecé a escaparme del colegio. Hacía como que iba, pero al llegar a la puerta me daba la vuelta y me marchaba. Un día me pilló mi tía. Cuando le expliqué lo que pasaba, mandó a un primo suyo a hablar con don José. Ese primo era boxeador y no sé qué le dijo, pero a partir de entonces, siempre me respetó. En 5º empecé a ir al colegio mixto. Recuerdo que la profesora de inglés, doña Rufi, nos daba clases a la vez que aprendía con los cursos de CCC. Ese año me enteré de que me llamaba Domingo. El maestro, don Antonio, al pasar lista dijo Domingo Vicente Robles, nos miramos unos a otros sin saber a quién se refería (ríe). En casa me confirmaron que a mi abuela se le ocurrió en el último momento poner también el nombre de mi padre.
—¿Continuó con sus estudios?
—A los 14 años empecé a trabajar en cualquier cosilla mientras estudiaba electricidad en Formación Profesional. La verdad es que no había mucho trabajo donde elegir en el pueblo, así que un día decidí marcharme. Mi padre me dio 5.000 pesetas y me fui con un camionero hasta Valencia y de allí, haciendo autoestop, hasta Barcelona. Aunque estuve trabajando aquí y allí, eran los 80 y no había mucho trabajo, ni siquiera en Sitges, donde también pasé un tiempo. Pero respecto a su pregunta, continué con mis estudios con 50 años, cuando hice Gestión Inmobiliaria en la Universidad Politécnica de Valencia.
—En Catalunya, ¿llegó a asentarse en algún trabajo?
—No. Decidí irme a recorrer Europa. Estuve viviendo y trabajando en Trento, en el norte de Italia; en Berna (Suiza) y en Alemania. De allí decidí irme a Inglaterra, así que cogí el barco en el puerto de Calais. Al llegar al puerto de Dover me di cuenta de que los españoles no éramos muy bienvenidos. Vino un policía, me registró todo el equipaje y me llevó a interrogarme a un cuartito, como si fuera un delincuente, con una traductora durante horas. Llegó un momento en el que no pude más y les dije que se fueran a tomar por culo. En ese momento un ‘bobby' me tiró a una celda, me dio un sándwich y, horas después, me metieron en un barco de vuelta a Calais. Esa noche dormí en un contenedor. Mi idea era pasar un tiempo en Inglaterra para aprender inglés y marcharme a trabajar a Ibiza.
—¿Cuándo consiguió llegar a Ibiza?
—En el 89. Nada más llegar empecé a trabajar enseguida en el Café des Port. El puerto tenía mucha vida e Ibiza era como un pueblo, así que me sentía como en casa y me acabé quedando para siempre. La gente siempre me acogió con los brazos abiertos. Como tenía conocimientos de electrónica, enseguida me puse a trabajar en Billares Ibiza y otras empresas arreglando y manteniendo máquinas tragaperras durante años. Luego estuve trabajando como electricista otros años más hasta que me pude dedicar a trabajar como gestor inmobiliario junto con Elisa, mi pareja.
—Tantos años trabajando con máquinas tragaperras, habrá visto cómo han evolucionado desde los años 90 hasta hoy en día.
—A nivel tecnológico han cambiado una barbaridad. Las primeras eran mecánicas con algún componente electrónico. Pero ahora son ordenadores, mucho más eficientes para todas las partes.
—¿Nos podría confirmar o desmentir la leyenda urbana sobre los trucos para ganar los premios de las tragaperras?
—No existía ningún truco. Los trucos de las tragaperras siempre fueron un bulo. Cada máquina tenía un ciclo de jugadas en los que había que repartir todos los premios. La normativa obligaba a entregar un 70 % de lo recaudado en premios. Cada ciclo cambiaba el orden de los premios, así que eso de que ‘los chinos sabían cuándo la máquina estaba caliente' era mentira. No lo sabíamos ni nosotros.
—Lo que nunca ha sido un bulo es la ludopatía, ¿fue testigo de algún capítulo al respecto?
—He visto cosas increíbles respecto a la ludopatía. Gente capaz de gastarse 100.000 pesetas en una noche. Gente que se auto-prohibía jugar, pero que no se resistía a ponerse detrás de quien jugara para irle indicando lo que debía hacer en cada momento… Yo, por no jugar, no sé jugar ni a las cartas.
—¿Qué aficiones cultiva?
—Varias. Por un lado escribo, acabo de publicar en Amazon un libro que se llama ‘El gran... gran... golpe'. Por otro lado, también pinto, pero soy un vago y tengo un cuadro a medias desde hace años. Algo que disfruto mucho es hacer cubos de Rubik. Tengo seis o siete de varias caras. Otra gran afición es la música. Soy melómano desde los 10 años, cuando me regalaron una cinta de los Beatles. Desde entonces me aficioné a salir a la terraza con una radio para sintonizar una emisora portuguesa en la que ponían música que estaba prohibida en la España de entonces. En los 80 descubrí Radio3 en la mejor época de su historia con programas como Caravana de Hormigas, Rock3…
Vicente Robles en el puerto de Ibiza. Foto:TONI P.