Margarita Tur (Ibiza, 1969) lleva más de tres décadas tras el mostrador del estanco de Sant Carles, un establecimiento que lleva cuatro generaciones en la familia de Toni, su marido. Marga creció en el mítico restaurante de Sant Llorenç Es Caliu, a escasos metros de su casa y donde trabajaron sus padres hasta su jubilación.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Can Vilás, en Vila, pero soy de Sant Llorenç, de Can Mariano Fluixà. Mi hermana Toñi y yo somos gemelas y a mi madre le decían que iba a tener un niño muy grande, y es que tenía tal tripa que no llegaba ni a la sartén para hacer una tortilla (ríe). Nacimos 15 días antes y estrenamos las primeras incubadoras de la clínica. Había muy pocas y poco después de nacer nosotras nació también un niño prematuro al que pusieron con nosotras en la misma incubadora. El doctor Vilás le dijo a mis padres, Mariano y Antònia, que con lo jóvenes que éramos ya habíamos compartido cama con un chico (ríe).
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres trabajaron en la hostelería durante años. Antes de que naciéramos (nos tuvieron tras 12 años de matrimonio) habían trabajado en distintos hoteles en Sant Antoni, pero mis recuerdos son de cuando trabajaban en Es Caliu. Mi madre se ocupaba de la limpieza y mi padre era el cocinero de la parrilla. Eran los ‘años guays'. Había cola para entrar al restaurante. Los turistas alucinaban con el alioli, las costillas y la comida ibicenca en general. Sin hablar del precio, que no tenía nada que ver con lo que hay ahora. Es Caliu era un lugar muy especial. Había sido una especie de comuna hippy y, cuando éramos pequeñas, todavía tenía pinturas en los muros. Venía todo tipo de gente y siempre muy auténtica. Desde Adolfo Suárez, que vino a saludarnos, a un señor extranjero que mis padres nos contaban que venía a diario y llevaba su propia mesa plegable en el maletero del coche por si estaban todas las mesas del restaurante llenas. Algo que sucedía casi todos los días.
—¿Visitaban a sus padres en su trabajo?
—Ya lo creo. El restaurante abrió cuando teníamos tres años y mis padres trabajaron allí durante 13 años. Vivíamos justo en frente y mis padres nos tenían en la cocina desde que éramos muy pequeñas. Para entretenernos, jugábamos a hacer ensaladas en los ceniceros. Crecimos allí dentro. Cuando fuimos un poco mayores, para poder ir a la discoteca –nos encantaba ir a La Cancela– teníamos que echarles una mano para que terminaran antes. Aunque no fuera nuestro propio negocio, era como nuestra casa y los camareros eran como nuestros tíos. Éramos como una familia, tanto con los trabajadores ibicencos como los que fueron llegando de fuera. Hay que tener en cuenta que, si no hubiera sido por toda la gente que vino de la Península, Ibiza no sería lo que es.
—¿Dónde fue al colegio?
—Cuándo éramos pequeñas nos llevaron a las monjas de la Consolación. Después estuvimos yendo a Es Trull d'en Vich (lo que ahora es el restaurante Ses Escoles) hasta que abrieron la escuela de Sant Joan cuando íbamos a cuarto de EGB. Esa escuela, la de Sant Joan, era lo más. Englobaba a todos los chicos del norte de la isla: Sant Miquel, Sa Cala de Sant Vicent, Sant Llorenç… Juntó a toda la gente del norte de la isla. Para el instituto, volvimos a la Consolación, pero no lo terminamos. Estábamos más tiempo en la cafetería Milán que en clase (ríe) y no acabamos el instituto, así que hicimos Secretariado Informático en la academia Planas.
—Habla todo el tiempo en plural en referencia a su hermana gemela, ¿jugaban la carta de su parecido físico para gastar bromas?
—La verdad es que nos parecemos muchísimo, mucho más cuando éramos pequeñas. Eso es algo que ha contribuido a que la gente se acuerde más de nosotras que nosotras de ellos, pero siempre fuimos muy buenas y no lo explotábamos a la hora de hacer bromas. Alguna vez nos cambiamos el ‘babi' con el nombre cuando éramos pequeñas, pero las monjas siempre nos hacían poner gomas para el pelo de distinto color para distinguirnos. Solo hicimos una broma una vez y la hicimos por teléfono, porque nos parecemos todavía más en la voz, pero no volvimos a hacerlo más.
—¿También trabajaron juntas?
—Aunque empezamos a trabajar las dos como secretarias, no lo hicimos juntas. Yo trabajé como secretaria en Comercial Guasch y en una constructora. A mi hermana, una tarde que estaba en la Milán con los libros de contabilidad de la academia, se le acercó un joven castellano, Jesús, que le explicó que necesitaba una secretaria para la oficina de IBM que estaba montando justo encima de la cafetería. Enseguida se puso a trabajar en su despacho y no tardaron mucho en casarse (ríe).
—Usted, ¿también se casó con su jefe? (ríe)
—No. Nos parecemos mucho físicamente, pero tenemos gustos muy distintos (ríe). Yo conocí a Toni de Can Mayans, mi marido, en el gimnasio de Santa Eulària. Nos casamos en el 93 y tuvimos a nuestros hijos, Toni y Maricel (Mar). La familia de Toni tenía la primera panadería del pueblo. Por parte de mi suegra, Maricel, tenían la tienda de Can Lluc, delante de Can Curreu y la licencia del Estanco de Sant Carles, que le dieron a su abuelo tras la Guerra de Filipinas. Cuando empecé a salir con Toni, como necesitaban ayuda en el estanco, dejé la oficina de la constructora y me puse a trabajar con ellos. Desde entonces, llevo más de 30 años aquí trabajando.
—Durante tres décadas, habrá visto cambiar mucho el pueblo desde el estanco.
—Así es. Cuando empecé a trabajar no había nada y ahora está lleno de edificios y casas. Un poco más adelante había una casa payesa que no tenía ni luz ni agua y en la que se hacían unas fiestas alucinantes con la gente más VIP del momento. Estamos justo en medio de las dos instituciones más importantes de Sant Carles: Las Dalias y Ca n'Anneta. Y no nos engañemos, los centros más importantes de un pueblo son, aparte de la iglesia, el bar y el estanco. Son lugares en los que se mantiene la esencia del pequeño comercio: conocer al cliente. Aunque el paquete de tabaco valga lo mismo en cualquier lugar, que te atienda Tita en Sant Miquel, Toni en Santa Gertrudis o Vidal en Sant Joan es un valor añadido. Además, nosotros también teníamos papelería, con el tiempo pusimos también libros, y el colegio de Morna nos compraba todo el material.
—La clientela, ¿también ha cambiado?
—La clientela también ha cambiado. Sant Carles siempre ha sido muy de los alemanes. Gente de alto nivel económico que tenía aquí su residencia y que se está haciendo mayor y está vendiendo esas casas. Lo que pasa es que las están comprando los holandeses y se nota. Los alemanes venían de vacaciones y los holandeses hacen negocio.
—¿Se mantiene la esencia del norte de Ibiza?
—Aunque me da miedo que se pueda perder, sí, se sigue manteniendo. El Ayuntamiento de Sant Joan lo está haciendo muy bien en ese sentido y aboga más por el turismo rural. La gente que venía en los 80 de fiesta a tope en la juventud, ahora son mayores y vienen con sus hijos a buscar tranquilidad y turismo ‘healthy'. Pienso que es preferible este tipo de gente que la masificación. Hay que buscar un punto medio entre el restaurante con estrellas Michelin y el McDonalds. Aquí tenemos una gastronomía y un producto excelente que se aprecia mucho entre los extranjeros pero que no se explota como debería. Parece que solo tenemos discotecas y la pandemia demostró que no las necesitamos. No es que esté en contra, pero es verdad que el año que no pudieron abrir vino mucha gente solo para ver Ibiza sin discotecas. Los restaurantes trabajaron como nunca y la isla pudo descansar. La isla necesita descansar y tenemos que ser conscientes de que los recursos que tenemos son cada vez más escasos.