Pilar Garzón Rodelgo (Boltaña, Huesca, 1947) forma parte de la banda sonora de Ibiza en distintas facetas. Por un lado, es fácil encontrarse con su voz en la zona de la Marina o Vara de Rey pero, por otro, también fue la anfitriona de uno de los puntos neurálgicos de los músicos en Ibiza: el Ítaka.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo del Pirineo, Boltaña, aunque mi pueblo es el de al lado: Aínsa. Lo que pasó es que les pillaron las fiestas del pueblo allí a mis padres y en esos años no había ambulancias. Como mi padre, José, era veterinario, tampoco hubo mucho problema (ríe).
—Nos ha dicho que su padre era veterinario. ¿Su madre también trabajaba?
—Así es. Además de veterinario, mi padre también era abogado. Mi madre, Conchita, mientras nosotros éramos pequeños —somos cinco hermanos, yo soy la segunda de cinco— trabajaba en casa. En cuanto crecimos, se hizo secretaria del Ayuntamiento. De hecho, fue de la primera generación de mujeres a las que se les permitió hacer ese trabajo. Ella fue una de las dos primeras en toda España. Había empezado a ir a la universidad, quería estudiar Medicina, pero la Guerra le interrumpió los estudios y ya no pudo retomarlos.
—¿Cómo era la vida de su infancia en un pueblo como el suyo?
—Muy feliz. El pueblo apenas tenía 200 vecinos, y ya os podéis imaginar: todo el día jugando por la calle. En casa, mi madre estaba cantando todo el día y poniendo discos de Carlos Gardel o Jorge Negrete, que llegué a aborrecer. De vez en cuando venían ‘saltimbanquis’, que eran los gitanos, o compañías de artistas que iban por los pueblos para, después, pasar la gorra. Recuerdo que una vez vino una compañía de teatro en la que cantaba una mujer que tenía la voz más bonita que he escuchado nunca. Cantó ‘La Dolores de Calatayud’ y me dejó pasmada. Cuando se marchó la compañía, junto a una amiga nos pusimos en la plaza del pueblo, ella a bailar y yo a cantar la misma canción. La gente no hacía más que pedirme que volviera a cantarla, pero alguien avisó a nuestros padres y, ¡madre mía! Nos castigaron y, encima, nos quitaron las tres pesetas que llegamos a reunir, que no era poca cosa.
—¿Fue al colegio?
—El colegio era de los típicos del franquismo, donde había que cantar el ‘Cara al sol’ cada mañana con la mano en alto. Debo reconocer que a mí, como niña, me encantaba. Era una manera de adoctrinar a los niños desde bien pequeños. Sin embargo, tuve que dejar de ir al colegio cuando todavía era muy pequeña, con tres o cuatro añitos.
—¿Por qué razón dejó el colegio?
—Porque me puse enferma. Tuve una infección de meningitis. Llegué a estar en coma y, cuando me recuperé, me quedó mal una pierna. Como los médicos estaban en Madrid y mis abuelos vivían allí, me llevaron con ellos durante unos años hasta que me curé. Sin embargo, ellos eran maestros y se encargaron de que no dejara de estudiar. Como no había televisión, me pasaba el tiempo escuchando la radio con mi tía. Llegué a presentarme a un concurso del Cola-Cao. Tenía que cantar por teléfono, yo cantaba ‘La Violetera’ y llegué a finalista. Me compraron un traje de chulapa para ir a cantar al teatro con mi vecinito vestido de chulapo, con la mala suerte de que justo apareció mi padre, que había venido de viaje a verme. Siempre tuvo claro que yo «jamás me subiría a un escenario» (suelta una larga carcajada) y no pude ir al concurso.
—¿Pudo seguir con los estudios cuando se recuperó?
—Sí. Cuando me tocó ir al instituto, la única opción que teníamos los niños de la montaña era bajar a estudiar a Huesca y dormir en una residencia. Después fui a la universidad. Como quería hacer Ciencias Biológicas, en vez de ir a Zaragoza, me saqué la carrera en Salamanca.
—¿Ejerció como bióloga?
—Cuando terminé la carrera estuve dando clases durante un tiempo en Santoña. Apenas conocía el mar y tenía claro que quería tenerlo cerca. De Santoña me fui cerca de un año a Nueva York, antes de volver a Madrid, pasando por Ámsterdam. Para entonces ya había estado viajando bastante desde la época de la universidad. Ya en el preuniversitario, un profesor, Ángel Conde, me descubrió un mundo nuevo y diferente al que me acabé acercando en la universidad. Me refiero a un mundo más rebelde, de la lucha contra el régimen, de la protesta y, ¿por qué no?, el mundo más hippie. Con él, Ángel Conde, que también era escritor y poeta, me acerqué también al mundo de la canción aragonesa con Labordeta y esa gente. Fui la primera mujer en cantar en aragonés. Estuve cantando durante un tiempo con Labordeta, pero acabé un poco hasta las narices. Ser una mujer en aquel mundo y en aquellos tiempos no era fácil. No es que te dijeran lo que hacer, pero siempre estaban dándote ‘consejos’, que en realidad eran órdenes, todo el tiempo. Al principio, en el 68 o 69, solo éramos unos pocos, pero la Canción Aragonesa se acabó popularizando hasta el punto de que organizamos un gran concierto en el Teatro Principal, juntando a la gran mayoría de los artistas. Esa grabación desapareció durante 50 años hasta que la encontraron hace poco y la publicaron junto a un libro. La música fue una de las cosas que abandoné al marcharme de Aragón. La otra fue el teatro. Junto a mi hermano José recuperamos el libreto de una obra que se hacía en Aínsa antes de la Guerra. Entre la gente del pueblo se montó la obra, que me tocó dirigir a mí y que se sigue celebrando a día de hoy cada dos años. El segundo año que la organizamos vino Labordeta a cantar y se presentó la revista Andalán. Total, que alguien nos denunció y acabamos marchándonos por patas.
—¿Qué la trajo a Ibiza?
—Yo había estado viniendo en mis viajes, como se venía entonces: como los hippies de la época. En el 81, el verano después del golpe de estado de Tejero, decidí tomarme un año de descanso. Me vine a descansar un año a Ibiza y aquí sigo descansando (ríe). Sin embargo, siempre he pensado que artísticamente fue una decisión equivocada. Empezando porque aquí no había la cultura musical que teníamos en el norte. Además, por influencia del Pereyra o de lo que sea, aquí la música que se hace es en inglés y a mí nunca me ha interesado esa música. Eso sí, como experiencia vital, acerté con Ibiza.
—¿Con qué Ibiza se encontró?
—Con un mundo totalmente diferente. Una explosión de colores, de belleza, de respeto y libertad que no encontrabas en otros lugares. Era un mundo abierto. También me identificaba con la mentalidad de los hippies, aunque había cosas que no compartía. Yo venía de una formación científica y había cosas que no me entraban en el cerebro. Tampoco me entraba en la cabeza lo de vivir en una casa sin agua.
—¿Qué opinión le merece el movimiento hippie?
—Este movimiento nació como una especie de revolución pacífica que se acabó vendiendo y que se la han llevado por delante. Es ridículo ver que representan a los hippies como si fuéramos todos con flores en la cabeza (suelta una carcajada). La visión que se tiene hoy de los hippies es la degradación de una ideología. Una ideología que era anticonsumista y antipatriarcal que se ha mercantilizado. Solo tienes que ver el «Flower Power» (ríe). Sin embargo, fue un movimiento que dejó huella y que tuvo mucha fuerza. En Nueva York pude vivir las protestas contra la guerra de Vietnam. Muchos de los hippies eran los que tenían dinero y se escapaban aquí de la guerra.
—¿A qué se dedicó en Ibiza?
—Al principio, a hacer muñecas de trapo y a venderlas en Punta Arabí hasta que se empezó a estropear. Luego las vendí en el puerto antes de dejarlo del todo. Por aquel entonces abrí un bar, ‘El Escondite’, en el puerto, a finales de los años 80. Estuve en otros lugares como ‘La Nada’, en la Calle de la Virgen, hasta que abrí el Ítaka con Toni en el 2000.
—¿Cómo fue la época del Itaka?
—Era un poco la misma línea que ‘El Escondite’, lo abrí para hacer música. Era un lugar preparado para que los músicos estuvieran cómodos y, si les apetecía, solo tenían que ponerse a tocar. Hubo miles de momentos maravillosos. Hubo uno curioso en el que se juntaron dos músicos que no se conocían. Uno era un viejo brasileño que no conocíamos y el otro era un joven de aquí, Norberto. Mientras Norberto soltaba toda su energía e impulso de juventud, el viejo le contestaba con apenas tres notas (ríe). Se enfrentó el furor juvenil con la experiencia del que sabe que con dos o tres notas es suficiente. Lo cerré en 2016. Ya estaba cansada, cada día la noche estaba más atravesada y, desde entonces, toco en la calle. Ya lo había hecho de joven y es el único lugar en el que estoy segura de poder tocar mi repertorio, primero con Lucas y ahora con Manolo. Además escribo, ya publiqué un libro, ‘Otros infiernos, otros diferentes’.