Mari Carmen García Garrido (Ambía, Ourense, 1958) ha dedicado su vida al voluntariado desde hace 25 años. Llegó a Ibiza siendo muy joven, y tras trabajar durante años en el sector turístico, un giro en su salud la llevó a descubrir su verdadera vocación: acompañar y cuidar a quienes más lo necesitan. Desde entonces, ha colaborado incansablemente en distintas entidades como la AECC, Cáritas, Protección Civil y la asociación ibicenca Nunca Solos. Su historia es la de una mujer que transforma la empatía en acción.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ambía, una aldea del Ayuntamiento de Baños de Molgas, en Ourense. Yo fui la tercera de los seis hermanos que éramos. Mis padres eran Ramón y Manuela y a nuestra casa la llamaban ‘la casa de Juanito’ por mi abuelo, aunque ahora se llama ‘la casa de Ramón y Manuela’ y ya no se cambia. Era una casa muy popular en la aldea porque tenía unas parras enormes que cubrían todo el patio de sombra en verano y donde se reunía todo el pueblo cuando terminaban el trabajo en el campo. En invierno, mi padre hacía una hoguera allí mismo y la gente se iba acercando poco a poco a charlar y contar historias alrededor del fuego.
—Suena todo muy idílico. ¿Nos podría describir su aldea cuando era niña?
—Era una aldea relativamente grande con muchos vecinos. Hay que tener en cuenta que cada familia tenía muchos hijos (ríe). Todos nos llevábamos bien y la peor maldad era que alguien acercara sus cabras a los geranios de otro para que se los comiera, pero siempre en tono de broma y risas. Allí todos íbamos a una. Cuando alguien necesitaba algo, toda la aldea se volcaba en casa de este o de aquel y, al terminar, mi padre organizaba una chocolatada en el patio, que era como el centro social de la aldea (ríe). Había dos escuelas, una para niños y otra para niñas —de la que guardo muy buen recuerdo—, y una tienda que a la vez era bar, donde comprábamos arroz, aceite, sal o chocolate. No había mucho más que comprar. Todo lo demás solíamos tenerlo en casa, de nuestra propia cosecha y de nuestros propios animales. La harina para hacer el pan en casa se iba a moler al molino que había en el río, el queso lo hacíamos de la leche de nuestras vacas o cabras…
—¿Le tocaba trabajar en el campo con los animales?
—No. Ayudábamos en lo que hiciera falta, como cuidar de la abuela o recoger castañas cuando tocaba, pero no era como otras casas donde los hijos trabajaban de sol a sol. No éramos esclavos y lo primero era el colegio. A veces, íbamos a llevar a los animales a pastar al campo y nos encontrábamos con Claudino, un señor que era un poco especial y que nunca llevaba comida encima. Nosotros le ofrecíamos un poco de nuestro pan con chocolate y, de alguna manera, sin más intención que devolvernos el favor, nos ofrecía uno de sus cigarros de la marca ‘Peninsulares’. Cuando sus familiares le pusieron una tele en casa, cada mañana le contaba a todo el mundo y totalmente convencido que unas chicas habían ido a su casa la noche anterior para bailar solo para él.
—Entre las historias que escuchaba de los mayores alrededor del fuego, ¿recuerda historias de ‘meigas’ (que haberlas, haylas)?
—No mucho, la verdad. Alguien hablaba de la Santa Compaña, pero nunca me lo creí. En casa, mi abuela era más de rezar que de estas cosas, y mientras rezaba le robábamos una onza de chocolate o unas galletas (risas). Sin embargo, hay una casa en la que hay una cruz enorme de la que siempre se dijo que allí encerraba a la gente la Inquisición. Es una aldea donde las piedras tienen historia y están llenas de símbolos. Literalmente. En mi casa, cuando fueron a arreglar el techo, se encontraron una piedra más grande que yo que estaba llena de inscripciones. Hoy en día se encuentra en el Museo Arqueológico de Ourense. Debía de valer mucho dinero, porque nos arreglaron el tejado ellos, en agradecimiento a mi padre por habérsela donado.
—Tras el colegio, ¿siguió estudiando?
—No. Un tiempo después de terminar el colegio me fui a Barcelona, donde había ido a trabajar mi hermana Moncha unos años antes. Allí me puse a trabajar en una fábrica de lápices en Poble Nou, pero pronto me salieron alergias y tuve que dejarlo. Entonces me puse a trabajar en Jorba Preciados, donde trabajaba mi hermana, haciendo las campañas de rebajas, Navidad… Nunca fui una niña de estar quieta y, un tiempo después, poco antes de cumplir los 20 años, me vine a Ibiza.
—¿Qué la trajo a Ibiza?
—Un señor gallego, Gregorio, que estaba haciendo una casa en el pueblo de Galicia para sus padres. También se estaba construyendo un hotel en es Canar, el Atlantic, del que le iban a nombrar director. Como en el pueblo nos ayudábamos unos a otros y había confianza, le propuso a mi padre ir a trabajar al hotel con mi hermana Emilia. Como a ella le dio miedo ir sola, me lo propusieron a mí y ni me lo pensé. Vinimos los tres. Fue ‘súper guay’. Trabajé como camarera de pisos porque no me fiaba de trabajar en el comedor sin experiencia. Todos los trabajadores estábamos muy unidos e hice amistades que todavía conservo, como Criptana, que era la gobernanta y nos enseñó muchísimo a todas. Al final, acabamos juntas trabajando en el comedor. El encargado del economato, Ramón, siempre estaba mandando a voces y, un día que le mandé callar (en tono de broma), me dijo: «Cállate tú, que te voy a presentar a mi sobrino». Así conocí a Andrés, que trabajaba en un restaurante junto al hotel. Al salir de trabajar, siempre nos juntábamos todos para tomar algo y él empezó a juntarse, de manera que fuimos empezando, empezando… y todavía no hemos terminado (risas). Nos casamos en 1980 y, dos años más tarde, tuvimos a nuestro hijo, José.
—¿Dejó de trabajar en el hotel al casarse y tener a su hijo?
—No. De hecho, el primer año me dejaban tener a mi hijo en el hotel y José era el niño de todos. Tan pronto lo tenían en el despacho del director como te lo encontrabas disfrazado en el economato, como si fuera el juguete de todos los compañeros. Más adelante empezó a cuidarle la compañera de Félix, uno de mis compañeros. Con el tiempo, en el 86, empezaron a darme una serie de alergias que me obligaron a dejar el trabajo y a que me dieran una incapacidad. Así, pude empezar a dedicarme a lo más importante: a mi hijo José. Sin embargo, mi hijo creció, empezó a trabajar y ya no necesitaba a su ‘mami’ (risas).
—¿A qué se dedicó entonces?
—Un tiempo antes, en el 95, me fui con mi hijo unos meses a Galicia para estar con mi padre, que enfermó de cáncer. Cuando falleció, volvimos a Ibiza y, cuando José empezó a trabajar, empecé a colaborar con la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC) como voluntaria y con la experiencia de haber cuidado a mi padre. Empecé a hacer cursos de los más intensos con la intención de trabajar como voluntaria. Sin embargo, los psicólogos me recomendaron esperar unos años para pasar el duelo de mi padre. Entonces, en el 99, comencé a hacer voluntariado en la Unidad de Tratamiento Ambulatorio, acompañando a pacientes que iban a hacer la quimio. Iba cada mañana de lunes a viernes. Allí conocí a Montse y a Isi, enfermeras, que me lo enseñaron todo (se emociona).
—¿Hizo voluntariado durante mucho tiempo?
—Llevo 25 años haciendo voluntariado y seguiré haciéndolo mientras pueda. El voluntariado sale desde dentro. Hay mucha emoción, pero también hay mucha tristeza. Hay que aprender a ponerse una coraza para que, cuando salgo de allí, poder ser Mari Carmen y alejarme de las malas emociones. Nunca he podido aceptar regalos, pero un abrazo es el mejor regalo que me puedo llevar. Como cuando alguien te llama por la calle para recordarte y agradecerte cómo cuidaste de su familiar años atrás (se emociona de nuevo y toma un trago de agua). He estado en distintos lugares, además de la AECC, como en Cáritas o Protección Civil y, desde que se fundó en 2018, estoy en ‘Nunca Solos’, con Isabel, Rosario y Eva, además de Agustín, el voluntario más especial.
—¿A qué se dedican desde la asociación Nunca Solos?
—A hacer compañía. En el hospital hay mucha gente que, por distintas circunstancias, está muy solita y nosotras vamos a hacerles compañía. Vamos martes y jueves visitando las habitaciones y charlamos y escuchamos a quien quiera compañía, les ofrecemos una revista o jugamos al parchís. También damos paseos con quien pueda, como con José María, que es ciego y con nosotras ha estado contando los pasos que hay en el pasillo hasta cualquier lugar al que quiera ir por sí mismo. No me puedo despedir sin agradecer a todo el personal del hospital, como a Pablo y al gerente, así como a la junta directiva de Nunca Solos y a todos los voluntarios… (se emociona otra vez).
Tras un último trago de agua, Mari Carmen se despide y apresura el paso para asistir a un nuevo curso de voluntariado: «Nunca hay que dejar de prepararse».
Lo q le faltaba par subirle el ego.