Pedro Martínez (El Provencio, Cuenca, 1951) se crió y creció en Sa Riba, donde conoció a Margarita, «lo mejor que me ha pasado en la vida» y con quien sigue compartiendo vida y familia. Tras probar en distintos oficios acabaría dedicando su vida laboral a la construcción a la vez que el fútbol ocuparía otra parte de su vida, tanto como jugador aficionado como entrenando durante una época al mítico club Isleño.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en El Provencio, Cuenca. Yo soy el penúltimo de los siete hermanos que tuvieron mis padres, Félix y María. Sin embargo, en la familia éramos hasta 14 hermanos y hermanas si contamos los siete hijos que tuvo mi padre antes de enviudar de un matrimonio anterior. También es verdad que a algunos de estos hermanos los acogieron mis abuelos o mis tíos. Eran tiempos de la posguerra y mantener una familia así era muy difícil para un hombre viudo.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre tenía en Cuenca un horno de yeso. Era un proceso parecido al que se hace en Ibiza con la cal viva. Ponían unas piedras que quemaban y convertían en yeso. Apenas tengo recuerdos de aquello ni de Cuenca, más que cuando mi hermano mayor, Félix, me llevaba al horno en su bicicleta atado con una cuerda para que no me cayese.
—¿Por qué apenas tiene recuerdos de aquella época?
—Porque nos mudamos a Ibiza cuando yo no tenía más que cuatro años. Mi padre había estado trabajando en Gandía con su hermano Pedro recogiendo naranjas. Allí un compañero les contó que en Ibiza se ganaba mucho y, nada más terminar la cosecha de naranjas, fueron a comprobarlo. En pocos meses mi padre ya tenía trabajo y casa en Ibiza, así que volvió a Cuenca para regresar con toda la familia. Vinimos todos menos mi hermana Gonzala. Entonces ella tendría unos 14 años y la había acogido una pareja, el señor Ramón y la señora Antonia, que tenían mucho dinero y muchas tierras, pero no tenían hijos. En aquellos años era muy habitual que familias pudientes acogieran a niñas de familias pobres para trabajar en casa. En el caso de mi hermana, los señores la trataron siempre como una hija. Tanto que la acabaron haciendo heredera de su fortuna.
—¿Recuerda la llegada de su familia a Ibiza?
—No. Mis primeros recuerdos son en Can Bufí. Mi padre y mi hermano mayor trabajaban cuidando la finca y los animales de Vicent Bufí (padre), que nos dejó una casa allí hasta que mis padres compraron el piso del carrer de la Mare de Déu. Allí fue donde crecí, en Sa Riba, pegándome pedradas y garrotazos con los de Dalt Vila [risas]. Todavía conservo las amistades de esos tiempos. Allí conocí a Margarita: lo mejor que me ha pasado en la vida. Ella era de sa Penya, pero se juntaba con las chicas de sa Riba. Empezamos juntándonos los grupos de amigos y amigas, después un par de años tonteando antes de estar cinco años como novios formales y casarnos en 1975. Conseguimos casarnos porque después de la mili, que la hice en Ceuta como voluntario, me fui a trabajar a Menorca, donde ganaba en un mes tres veces más de lo que ganaba en Ibiza. Margarita y yo hemos tenido dos hijos, Pedro y Patricia, y ya tenemos cuatro nietos: Pedro, Asier, Aitor y Alma.
—¿Fue al colegio?
—Sí. Los primeros años fui con una maestra a Cas Ferró y después, cuando nos mudamos a sa Riba, empecé a ir a sa Graduada con profesores como Don Vicente Gómez, Don Vicente d’es ferro, Don Vicente Torres, que tenía el cuello torcido, o Don Manolo. Yo era de los que hacían ‘salera’. Cuando mi madre me llevaba al colegio yo me quedaba escondido tras una columna y, cuando veía que se marchaba, me iba con algunos amigos a ses cuadres d’en Pelegrí. Allí nos dejaban dar una vuelta por la finca con los caballos, siempre y cuando los limpiáramos y cepilláramos antes, ¡eso sí!
—Sospecho que no continuó con sus estudios.
—Así es. Cuando terminé el colegio en Sa Graduada empecé mi carrera de galgo: con los huevos bien apretados [risas]. Mi primer trabajo fue como ayudante de pastelero con Carlos Mayans, al lado de Sant Elm, limpiando latas con un pedazo de saco de esparto y comprando gatons en el mercado para hacer las empanadas. Allí todas las pescaderas me llamaban para que les comprara el pescado a ellas; alguna me daba una propina. Después trabajé como yesero unos dos años. Era un trabajo que no me acabó de convencer y me puse a trabajar como peón de mi hermano Félix en la construcción. Con 18 años ya era oficial.
—¿Encontró entonces su oficio?
—Sí. Desde entonces he sido siempre constructor. Primero con mi hermano Félix, que murió muy joven, y después con mi propia empresa, Construcciones y Reformas Uso. Para ponerle el nombre usamos el segundo apellido de Margarita, que también era socia de la empresa. Además de construcciones como la del Ahmara, sobre todo trabajamos para la inmobiliaria de Gerard Blanquiere, que en realidad fue quien me propuso emprender mi propia empresa cuando me vio hacerle la casa.
—¿Recuerda algún momento de su vida que le marcara especialmente?
—Que me marcara no, pero me impresionó mucho el accidente de ses Roques altes. Ese día iba de camino al trabajo por la carretera de Sant Josep cuando nos paró la Guardia Civil. Nos contaron lo que había pasado y que necesitaban voluntarios. Me apunté y estuve todo el día allí ayudando en todo lo que pude. Todo lo que había allí era un horror.
—¿Cultivó alguna afición?
—Siempre me ha gustado la pesca y el fútbol. Jugué a fútbol desde niño hasta que tuve un susto con el corazón jugando a fútbol sala con 39 años. Me tuvieron que hacer tres bypass. Poco después me pilló por banda Xicu Ramis un día y me pidió que le acompañara al campo de fútbol de Puig d’en Valls. Cuando llegamos me enseñó un grupo de niños y me dijo: «Aquí tienes a tu equipo». Así, con más ilusión que conocimiento, me puse a entrenar al Isleño. Lo primero que hice fue apuntarme a un cursillo y, conforme iban creciendo los chicos, me fui sacando los títulos para poder seguir entrenándoles en las siguientes categorías, hasta amateur. Estuve durante 10 años y después el club acabó desapareciendo.
—¿A qué se dedica en la actualidad?
—A ver jugar a mis nietos. Pedro y Asier juegan en la UD; Aitor hace boxeo, y la ‘bicho pequeño’, Alma, se encarga de ponernos las pilas a todos correteando por la casa [risas].
karai, que pulid que ere se riba. mol be pere