Hace un mes, a poco de ingresar en Alcalá Meco, escribí a Mario Conde. Hace pocos días, recibí carta suya. A mano, al final, por debajo de la firma, me decía que si quería que la publicara. Cosa que hago. Mario, encerrado por tercera vez en el mismo lugar que en las dos anteriores, a lo largo de dos páginas mecanografiadas a un espacio hace una serie de reflexiones que no tienen desperdicio. Y tira con bala, aunque con exquisitez, sin despeinarse, a la vez que advierte que está dispuesto a soportar todo lo que le echen para, recobrada por tercera vez la libertad, seguir siendo el que es.
En mi carta le hablé del verano mallorquín que tanto conoce, de las fiestas, del famoseo. Le pregunté cómo le iba, qué hacia, con quién estaba y dónde estaban los amigos que hace diez años le encumbraron a la cima del Olimpo. Y él, salvo pasarme el horario de las tareas que diariamente le encomiendan -fregar los platos, barrer la celda, contribuir a la limpieza del módulo, etc.-, se centra en sí mismo y reflexiona. No concretiza sobre mis preguntas, pero yo diría que las contesta a todas, a unas de forma más directa que a otras. Lean. No tiene desperdicio.
Prisión de Alcalá Meco, 22 de agosto de 2002
Estimado Pedro:
Recibí tu carta debidamente abierta por el funcionario del módulo,
en cumplimiento de las disposiciones reglamentarias que disciplinan
la vida en este lugar en el que me encuentro por tercera vez de mi
vida en los últimos y tumultuosos años de mi ya madura
existencia.
Resulta más o menos fácil escribir una frase así, cincelar sus palabras sobre el tablero de tu ordenador. Vivirla, Pedro, es desorbitadamente duro. Tres veces -tres- en la misma cárcel, por el mismo asunto; una como preventivo; dos como penado. Ignoro si existe algún precedente similar, pero lo dudo porque todo en mi vida pareció concebirse para superar moldes convencionales y mis relaciones con la llamada Justicia de los Hombres no se apartan "a la vista está" de la norma. Dijo el Tribunal Constitucional, referido a mi modesta persona, que el principio de igualdad ante la Ley consiste, precisamente, en tratar desigualmente a los desiguales. Bueno, pues visto lo visto, debo de ser extremadamente desigual.
Concluía ayer la lectura de un libro escrito por un rabino judío llamado Haroldo Kushener que, bajo el expresivo y sugerente título de «La celebración de ser judío», se pregunta, entre muchas otras cosas, «¿Por qué nos odian ciertas personas?». De este asunto algo se sabe por tierras mallorquinas en las que pervivió hasta bien entrada la mitad del siglo XX, la discriminación impenitente sobre el chueta y tal vez ciertos rescoldos de aquella hoguera todavía se mantengan en brasas lo suficientemente vivas como para que cualquier hojarasca seca pudiera reavivar la llama.
En mitad de la noche carcelaria, calmados los gritos y susurros de los presos, llena la celda del indómito calor de agosto, encendidas las luces amarillentas de la garita de la guardia civil que nos custodia más allá de los amenazantes alambres de espino, entreabiertas las hojas de mi verde ventana enrejada, sin horizonte que contemplar hasta que el alba dibuje la desértica silueta de los páramos del entorno que nos circunda, medité sobre esa frase. El odio, asegura, es solo un síntoma de debilidad en el que practica semejante sentimiento. Creo, Pedro, que tiene sustancialmente razón. Poco después de la intervención de Banesto, cuando el mito de Mario Conde comenzaba a ser objeto de una demolición ejecutada con perseverancia demoníaca, leí un artículo en El País que me movió a pensar. No recuerdo la firma, pero sí el argumento. Un hombre se sentía profundamente feliz después de la violenta expulsión de Mario Conde del Olimpo financiero. Su felicidad nacía, según el articulista, de que ya no tenía que soportar a que su mujer, todas las mañanas, tardes y noches, le insistiera entusiasmada en los valores que adornaban a aquel hombre que irrumpió de golpe en el centro mismo de la sociedad española y antes de que muchos pudieran darse siquiera cuenta, contra el odio del Banco de España, la enemiga de un gobierno socialista que tenía otros planes para Banesto, se encaramó a la presidencia del banco. Por si fuera poco, en un movimiento sin precedentes, la opinión pública hispana comenzó a valorar positivamente a un hombre rico y, además, banquero, lo que suponía romper los moldes en los que se cocía el llamado pensamiento colectivista, del que el socialismo no es más que una versión ligth, casi avergonzada.
Ahora, el hombre feliz -sigue escribiendo Conde-, a la vista de la defenestración de Mario Conde, podía llamar a su mujer con un grito autoritario, ordenarle que le trajera de inmediato las zapatillas y la cena al lugar en el que él se disponía, inflado de autoestima, a ver un vulgar programa de televisión. La mujer -claro- no tenía argumentos para refutar a su marido. Mario Conde comenzaba a desaparecer.
Ni era tan poderoso, ni tan fuerte, ni tan bueno, ni, sobre todo, tan invencible como la mitología contemporánea se encargaba de asegurar días antes del 28 de diciembre de 1993. La muerte de Mario Conde daba vida a los sentimientos que habitaban en sujetos como el del articulista del diario de Prisa.
Contiene un enorme trozo de verdad la historia que te relato. La mediocridad siempre ha inundado enormes cantidades de hectáreas del mundo de las finanzas, política, literatura, arte, periodismo. En fin, de todas las manifestaciones de la vida social hispana. Seguramente será un mal endémico universal, pero yo te hablo de lo que conozco, de lo que vivo, de lo que siento y de lo que sufro. Porque Mario Conde es ante todo una víctima de la mediocridad, de los que necesitan odiarle y destruirle para sentirse ellos en su corto espacio existencial.
Lo entiendo y no me escandalizo. Por eso, la destrucción no se limita al terreno profesional. Echarte del banco es muy poco. Se trata de descabezar todo el esquema de valores que supuestamente te adornaban. Si ante el Papa hablaste de un Código de Conducta, se convirtió en un imperativo de los mediocres forzar a la opinión a creer que la realidad de tu conducta, no solo distaba de lo que expusiste ante un Pontífice, que te llamaba por tu nombre, sino que era merecedora de la cárcel pura y dura, como símbolo máximo de la imaginación.
Por eso, Pedro, la inevitabilidad de la prisión se dibujó con nitidez en la fría mañana del 28 de diciembre de 1993. Ese día se sembró la semilla. Los primeros retoños nacieron la primavera del siguiente año y, superado el otoño, en pleno invierno, la víspera de Nochebuena, me mandaron a prisión por alarma social. En realidad, más que alarma existía regocijo social porque son muchos, muchísimos, los que ese día, como en el relato del diario, daban órdenes a sus mujeres referidas a las zapatillas y a la cena frente al televisor, en el que, plenos de entusiasmo, disfrutarían de las imágenes de la entrada en prisión de su odiado Mario Conde.
La piel de toro volvería a ser el lugar calmo en donde la mediocridad se sentiría nuevamente resguardado de sujetos que osaran descollar, alzarse entre sus aleteos de gallina de corral. Es posible -pensarían muchos- que haya personas mejores que yo, pero el consuelo consiste en que se les corta la cabeza a la primera de cambio, así que ser mediocre es sustancialmente seguro. Tal vez no ganes demasiado con ese trabajo, pero la seguridad del puesto compensa la endeblez del salario. Así es España.
Claro que -sigue reflexionando el ex banquero- a los mediocres la cárcel -porque también ingresan, y con razón- les destruye. En muchos casos físicamente, porque la única manera de olvidarse de sí mismos reside en el consumo de drogas. En otras, además, psicológicamente, porque, incapaces de superar el trance, se los come el gusano carcelario.
Tal vez por ello la historia no ha terminado. El sujeto de las zapatillas y la cena comenzó a ponerse nervioso cuando vio en televisión la salida de aquel individuo encarcelado que no renunciaba a mantener la cabeza alta y se comportaba gestualmente con la misma dignidad de antes de penetrar en el recinto carcelario. Así la primera y la segunda vez. No lo mataron en la cárcel, en donde hay gente que muere. No parecía destruido sicológicamente. La mujer del hombre mediocre seguía trayendo las zapatillas y la cena, pero en sus ojos comenzaba a dibujarse una brizna del sentimiento que al marido le alarmaba. Tal vez por eso, el peso de una condena doblada -más galería que de fondo- pretendan que se convierta en una losa definitiva para el insolente y calme los ánimos de la ingente muchedumbre de maridos televidentes. No ignoro que la mediocridad, sometida a su propia entropía, se transmuta en formas excelsas de la mejor maldad, de la sublime crueldad.
Conozco mi misión, Pedro: subsistir. Una vez más. Te confieso que a la tercera, vaya o no la vencida, todo resulta más difícil, más duro, más costoso de deglutir.
Pero tengo que conseguirlo y no dudes que lo conseguiré. No sé si es cierto que el que odia a otro en el fondo expresa un sentimiento de inferioridad para consigo mismo, pero quizás cuando salga de esta tercera encerrona y muestre los mismo signos externos que las anteriores, los ojos de la mujer de las zapatillas brillen mucho más y la abierta sonrisa de los aficionados al televisor comience a mutarse por una mueca diferente. Los juncos, Pedro, se doblan, se humillan ante el viento que los mece. Las encinas, sople de donde sople, sea Tramontana o Mistral, se quedan quietas en su magnífica serenidad. Gracias por todo. Disfruta de Mallorca, de tus viajes, de tu familia, de tu tiempo, porque eso es lo que es verdaderamente tuyo: el tiempo, que cuando te lo quiten, nadie, absolutamente nadie, te lo puede devolver.
Un afectuoso saludo,
Mario Conde