En la noche de los tiempos, cuando los exámenes de conducir acababan de pasar a ser competencia de las Jefaturas de Tráfico, a la de Baleares comenzaron a llegar rumores de que, en la isla de Ibiza, muchos aspirantes a la obtención del permiso de conducir, que habían sido suspendidos, se iban a examinar a Cuenca, provincia que no era colindante, ni mucho menos. Tales rumores fueron aumentando y los dos Jefes Provinciales afectados y mosqueados establecieron contactos, confirmando el de Cuenca que, en efecto, se habían avistado en las fronteras conquenses movimientos de personas que se dirigían a la capital de la provincia con ánimo de conquistar el permiso de conducir que se les negaba reiteradamente en su tierra. También averiguaron los centinelas de Cuenca que todas las gentes que iban llegando procedían de la misma zona de la variada geografía española: Ibiza. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Connivencias, cohechos, prevaricaciones funcionariales? ¿Astucias, fraudes, falsificaciones de algún listillo? El misterio de los carnés conquenses estaba servido.
Para intentar desvelar el enigma y, de paso, colgar del palo mayor o condenar a galeras a los culpables, un funcionario de la capital balear fue destacado a tierras ibicencas, para, disfrazado de examinando, mezclarse con los aspirantes a la obtención del permiso de conducir. Situado entre quienes esperaban turno para los exámenes teóricos y los familiares de los que estaban realizando las pruebas, el investigador llegado de Palma empezó a llevar a cabo su peligrosa misión, prosiguiéndola más tarde, en la zona de los exámenes prácticos.
Aunque en Ibiza hubo un tiempo en que todos los nativos se conocían, y si no se conocían se identificaban rápidamente por su lengua, la misma que en Mallorca, pero con exclamaciones, frases y fonética propias y exclusivas de la isla, el arriesgado espía no fue detectado, pues, desde finales de los cincuenta, el despuntar del turismo hizo que con él llegasen a Ibiza muchos forasters en busca del maná que estaba cayendo sobre todo el archipiélago balear y de mejores horizontes económicos para sus familias que los que podían vislumbrar en sus regiones de origen.
Conocedor de la realidad sociológica de Ibiza, el funcionario espía, que era mallorquín, se hizo pasar por foraster, por aquello de la manía que suele haber en muchos lugares hacia la capital de la provincia.
-Es que llevo ya seis veces, tío. Yo no sé qué hacer, tú... Me parece que me voy a ir a Cuenca, o sea... Un amiguete mío que es tonto, pero tonto de baba, eh, se fue p`allá y aprobó a la primera, ¿m´entiendes?
Así, poco a poco, echando anzuelos pacientemente, como buen pescador aficionado que era, el astuto funcionario llegó a la conclusión de que en Cuenca no pasaba nada raro, ni regalaban los carnés, ni nadie trapicheaba con ellos, ni se recibían efluvios magnéticos positivos de la Ciudad Encantada. La única explicación a los éxitos en las pruebas para la obtención del permiso era que quienes emigraban temporalmente a la capital de las casas colgantes, lo hacían con la exclusiva finalidad de aprobar el examen y, en lugar de dedicar a esta finalidad un rato diario, se tragaban varias horas de clases teóricas, varias de prácticas, y las que les quedaban libres, de estudio y rellenado de tests.
El inicio del éxodo hacia Cuenca parece ser que hay que buscarlo en unos trabajadores de Telefónica, ibicencos o residentes, que fueron destinados a la ciudad de las casas colgantes por tres o cuatro meses, y como allí, terminada su jornada laboral, les faltaba su ambiente familiar o de amigos y les sobraba tiempo, decidieron prepararse a fondo para los exámenes de conducir.
Les fue bien, por lo que al regresar a la Pitiusa mayor funcionó el boca a boca relativo al nombre de la ciudad y de la autoescuela.
Es decir, que el extraño caso de los peregrinos ibicencos hacia Cuenca se resolvió sin sangre, ni mazmorras, ni siquiera detenciones, con la simple explicación de a mayor preparación, mejores resultados. A la misma conclusión llegó el Jefe de Tráfico de Cuenca, tras observar e investigar a la autoescuela salvadora de alumnos ibicencos.
José Coromina