Vivir no es necesario; navegar sí lo es. Al menos eso sentenció el césar de los piratas, Pompeyo, durante una mañana de temporal en que había que animar a las tropas a hacerse a la mar. Así que cuando recibí la llamada del capitán José Deprit, fundador de la academia náutica Stella Maris, para enrolarme en una vuelta a las Pitiusas, no lo dudé un instante. Y eso que me pilló en una juerga flamenca apoteósica.
A la mañana siguiente, con todos los tambores de Little Big Horn tronando en mi resacosa cabeza, embarqué en el precioso Alexandra, un ketch de madera con una eslora de 14 metros, (astillero Gallian 1977), amarrado en el Puerto de Ibiza.
No conocía al resto de la tripulación, pero algo tiene la mar que hermana inmediatamente. También ayudaba que la bondadosa porteña, el al.lot de San Carlos y el friolero leonés eran gente cabal y tolerante con los virtuosos vicios que tornan más amable la vida; nada que ver con fanáticos talibanes o hipócritas puritanos.
Zarpamos con la ilusión de un tierno grumete mientras la acrópolis ibicenca –la ciudad más antigua de Baleares y séptima de toda España— nos irradiaba deseos de buena travesía. Resultaba curioso comprobar cómo la marina más cara del Mediterráneo estaba libre de megayates, que solo vienen durante el tórrido verano. Posiblemente fuera mejor otro enfoque más deportivo para animar el puerto, pero un fondo americano se hizo con los derechos y esgrime un marketing solo apto para millo-mamones de la teta de internet, poderosos oligarcas ex KGB o jeques que nadan en petrodólares. ¿Es rentable una marina vacía la mayor parte del año? Largo me lo fiáis.
El Dalt Vila se iba quedando atrás y el parador parado recortaba su silueta, que ha modificado el relieve milenario con un piso extra que reta la altura de la catedral. Pusimos rumbo a La Mola a toda vela, con la mayor, mesana y génova estallando al viento y los peligrosos Freus a la vista. Aparte de un par de ferris que cubren la línea entre Ibiza y Formentera, y algún llaud de pescadores, no se divisaba nave alguna. El día era espléndido y, salvo un alcatraz que planeó curioso a nuestro alrededor, nadie a bordo parecía tener prisa más allá de la preparación del aperitivo. Solo competíamos con nosotros mismos y dejábamos muy atrás las coñas psicológicas que parecen ahogarte en tierra firme. Ya decía el Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, que la mar dará a cada hombre una esperanza igual que el dormir alienta los sueños. Actúa como un bálsamo para el espíritu, inspira buenas conversaciones, energiza las ganas de vivir y, en travesías largas, uno encuentra el tiempo para abrir esos libros que jamás se atrevió.
Un lobo de mar
El capitán Deprit es un lobo de mar amante de las Pitiusas y conoce la costa como la palma de su mano. Nos informaba de las corrientes marinas y eólicas que ayudan a las Islas Pitiusas a ser un verdadero paraíso, tierra bendita que fue la colonia más próspera de ese imperio de excelsos navegantes que fueron los fenicios cartagineses. Deprit conoce cada paso, bajo, fondeo, cala y cueva; y cuenta anécdotas geniales. Ha formado a varias generaciones de navegantes pitiusos y siempre mantiene el buen humor, aunque sea capaz de rugir como el capitán Achab cuando sea necesario. Cree que los políticos debieran salir a navegar más, para conocer mejor la riqueza de sus islas. Afirma con conocimiento que la mayor amenaza para la Posidonia son los emisarios defectuosos y obsoletos, que vierten su porquería vulnerando toda ley medioambiental. Y le indigna la invasión de macarras acuáticos estivales, que no respetan la cortesía y sentido común fundamentales en la mar. Pero bueno, a bordo del Alexandra lo tiene fácil si quiere alejarse del mundanal ruido, pues sabe encontrar oasis solitarios incluso en medio del saturado agosto; algo perfectamente posible gracias al peculiar contorno de la costa pitiusa, que ama con pasión.
Fondeamos en sa Cova des Moro, bajo el acantilado donde brilla el faro de la Mola. Es un lugar de ensueño que conocen bien los pescadores de raors. Estoy seguro de que también fondeó aquí el visionario Julio Verne su barco Saint Michel para citarse con el Nixe del Arxiduc y la emperatriz Sissi. Y encontró la inspiración para escribir su novela Héctor Servadac, donde sale el que definió como faro del fin del mundo. Al final, todo está bien; y si no, es que no es el final.
La mar brilla con un turquesa tan apetitoso que no puedo resistirme. Ante el asombro del resto de la tripulación salto por la borda para nadar en el agua helada y maravillosamente cristalina, incontaminada de cremas solares, bronceada de silencios y sin motos cojoneras. Instantáneamente la resaca flamenca desaparece y lanzo un grito de júbilo: ¡Yuhuhú!, como si fuera un compañero de farra del dios Shiva o un sátiro del cortejo de Dionysos.
Charlamos de cómo Formentera fue una base de piratas berberiscos. Si los griegos la llamaron enigmáticamente Ophiussa, isla de serpientes, por muchos siglos estuvo en poder de los más fieros chacales del mar. Drub el Diablo aniquiló la escuadra del almirante Portuondo en la batalla de Espalmador; y las razzias sobre la vecina Ibiza fueron constantes, con el peligro de acabar como esclavo y hacer compañía a Cervantes en los Baños de Argel.
Del Alexandra al Nautilus
Los nativos de Formentera son de una raza especial y yo creo que muchos tienen la genética vikinga del mismísimo Sigurd. Por muchos años no permitieron la entrada de médicos, alegando que eran una amenaza para la salud. Y doy fe que tienen el foie más resistente a la dipsomanía: No hay isla en el planeta azul ni campamento de cosacos donde se beba más, especialmente durante la sonata de invierno, cuando está esplendorosamente solitaria.
Seguimos rumbo a Cap de Barbería y la mar parece un espejo reflejo de los cielos. La visibilidad del fondo marino es extraordinaria, como si estuviéramos buceando, y el Alexandra semeja alucinantemente el Nautilus. ¡Qué larga parece ahora la pequeña Formentera! Todo lo que rodea a esta intensa isla está envuelto en un aura misteriosa que alienta a la leyenda. Hasta su nombre actual parece una broma. Viene de Frumentaria, la isla del trigo. ¿Es posible que las dunas de arena en que hoy se doran las coquetas ragazzas fueran hace siglos inmensos trigales? Recuerdo los versos del poeta Villangómez cantando El cel aquí es molt gran, i s´hi allarga el crepuscle interminablement.
Hoy en día los principales invasores son los turistas italianos, enamorados de los vivos colores de unas aguas famosas en todo el mundo. ¿Se interesan por la historia de una isla que es mitología pura? Las palabras del marino y escritor conocedor de paraísos e infiernos, Joseph Conrad: «Toda la sangre heroicamente derramada en el Mediterráneo no ha dejado la mancha de un solo reguero de púrpura sobre el azur profundo de sus aguas clásicas», pueden aplicarse perfectamente a la dulce Formentera.
Antes de entrar en Migjorn vemos unas casetas de pescadores, declaradas Bien de Interés Cultural. Están hechas de cañizo, sabina y piedra; y bien podría ser un poblado prehistórico. Están ubicadas en un lugar fabuloso y, a medida que nos aproximamos, se ven paseantes que parecen gritar con canto de sirena: «¡Venid! ¡Acercaos más!», para que embarranquemos y puedan entrar a saco en el Alexandra y despojarnos del ron. Pero no caerá esa breva con el capitán Deprit, quien tiene más millas que un galápago.
Continuamos rumbo a Cap de Barbaría, adonde llegamos sumergidos por la dorada luz de la tarde. Algunos dicen que desde la cima se puede vislumbrar la costa africana. Saltaban los cardúmenes agitados por algún gran pez y el al.lot propuso echar un curricán. La costa de Formentera iba adquiriendo tonos auríferos, como el tesoro de un celoso dragón…