O jalá yo pudiese relatar todo lo que vivo estos días... pero o trabajo o escribo, y soy mejor cuidando que escribiendo». Por eso, porque ella es mucho más que una médica, perdónenme si hoy soy yo quien pone letra a la historia de Montse.
Sí, nos llamamos igual y tenemos muchísimas cosas en común, aunque si algo nos diferencia es que ella siempre ha sido una salvadora y esta que les escribe una mera narradora. Montse Viñals es parte de mi tribu desde que me demostró hace una década que los héroes y las heroínas sí que existen, pero que sus capas no tienen colores brillantes ni estrellas, sino que son blancas, verdes o azules.
Lleva años luchando contra el dolor, dando la mano a quienes no puede retener en este mundo, para que no se marchen solos, y haciendo malabares con los que sabe que todavía pueden salvarse. Montse hizo por mí tres cosas muy importantes cuando el cáncer me golpeó en la boca y en el estómago: abrazarme, darme esperanza y aliviar las esperas médicas. Porque ella sabe volar, tiene el poder de calmar el miedo y ve más allá de los libros.
Cuando una enfermedad nos gana la batalla y se lleva a los que más amamos, nosotros, los que nos quedamos vacíos y rotos, también necesitamos que nos ayuden, y sus ojos azules fueron una calma en la que tuve la suerte de nadar, junto con la de otros grandes superhéroes de nuestra isla, de Madrid o de Burgos. Profesionales que me demostraron cómo la humanidad se viste con batas, ya sean de celadores, que hacen carreras y llaman guapos a los pacientes mientras se los llevan a hacer pruebas o al quirófano, de enfermeras, mientras les ponen las quimioterapias o tratamientos con pócimas mágicas, de auxiliares, quienes les cambian la ropa con ternura de madres, o de especialistas de todas las disciplinas, que les cogen la mano para que no ‘se caigan'. Ella me pide que al citarlos no me deje a nadie, que haga hincapié en que los partidos los ganan los equipos y que aquí «todos somos iguales una vez que nos ponemos el traje y las máscaras, porque sin la ayuda de TODOS mis compañeros: médicos, auxiliares, enfermeras, administrativos y nuestros gestores que nos proveen de lo que necesitamos, no podríamos hacer nada».
Montse salvó, además, la vida de una de mis mejores amigas cuando nadie sabía qué se la estaba llevando. Nunca podré darle lo suficiente las gracias.
Ella es la sabia del comité de transparencia de la Asociación Elena Torres para la Detección Precoz Contra el Cáncer, donde le pedí que nos acompañara para darnos luz, y anoche, cuando leí que una paciente de coronavirus había sido dada de alta y que era su nombre el que pronunciaba, fue la protagonista de mi aplauso al atardecer y de las lágrimas bonitas del día.
Pero la protagonista de esta bitácora hoy está derrotada. Yo le decía anoche que el mundo es mejor porque ella está dentro, y con una sonrisa que adiviné amarga me relató que ni en nuestras peores pesadillas podríamos adivinar lo que se vive ahora mismo entre habitaciones y pasillos. Dice que lo más difícil de esta crisis es que le han quitado la comunicación no verbal, que le han robado los abrazos y las sonrisas. Ella, que sabe que la cercanía es una medicina para las malas noticias, sufre porque no puede coger las manos a los desvalidos y ya no sabe qué gestos inventarse para recordarles que está ahí, que camina con ellos y que no están solos.
Montse dice que solo le quedan las palabras a través de una doble mascarilla y los ojos detrás de unas gafas que se empañan. Ella, que tiene una preciosa voz dulce, como su mirada, y un entonar argentino que acuna, me cuenta que le aterra ver el miedo a la muerte en los ojos de sus pacientes y que le rasga el alma saber que les faltan a su lado sus amores, padres, hijos o hermanos.
Pero en sus letras duras, tristes y amargas hay un arcoíris, porque ella siempre ha sabido pintarlos hasta en las paredes más oscuras. Ya ha dado el alta a una paciente y ayer fue testigo de una boda por videoconferencia. Tendremos mucho que escribir juntas, querida amiga; ahora no quiero molestarte más, porque los héroes deben seguir salvando el mundo y nosotros, los narradores, solo podemos quedarnos aquí, esperando, mientras les aplaudimos.