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Bitácora de una distopía

La generación del COVID

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Estarán marcados de por vida, como los niños de la posguerra o como los engendrados durante ese Mundial que ganó España mientras bailaba el “waka-waka”. Puede que dejemos de ponerles una letra cuando se conviertan en adolescentes y los apodemos, sencillamente, la generación del COVID, porque tampoco nos quedarán ya muchas en el abecedario y al final hemos perdido la cuenta de si el futuro lo liderará los “Y” o los millennials en su conjunto. Podrán contar que durante un tiempo estuvieron encerrados en sus casas sin poder salir para nada y que eso les descubrió un mundo nuevo. Mientras los adultos hacían la compra, bajaban la basura o al perro, dos tareas que de pronto se convirtieron en esenciales, ellos y sus abuelos no pudieron hacer nada, solo esperar, porque de pronto eran peligrosos los unos para los otros. ¡Qué caprichosa que es la vida a veces!

Así, la generación del COVID estuvo confinada durante dos meses (recuerden que esto es una distopía y que podemos inventarnos el futuro). No al nivel de Ana Frank, ya que sus vidas no corrieron ese peligro inminente y el enemigo pasó de largo por ellos, aunque sí hubo quienes sintieron el hambre lacerante de las neveras vacías y el vértigo de la ausencia de espacio. Los otros niños, los nuestros, los que conocían solo los “problemas” del primer mundo, también sufrieron otro tipo de miedo y la misma falta de aire que provoca no entender por qué el mundo se ha vuelto loco. Algunos tenían jardín o terraza y otros solo podían colgar dibujos en las ventanas. Pintaron durante semanas arcoíris, aprendieron a hacer repostería y asistieron a clase desde el otro lado del ordenador. Aquí también hubo dos tipos de alumnos: los que tenían con qué conectarse y los que no.

Esos teléfonos que durante tanto tiempo sus padres se resistieron a que tuviesen, porque no querían que creciesen tan deprisa y tan expuestos, de pronto les permitieron hacer deberes, entender lecciones, dar besos a la familia y mirar el mundo con una sonrisa. Esos mismos niños que habían olvidado la magia de las pequeñas cosas, porque tenían demasiadas, de pronto se divertían jugando con sus hermanos, cosiendo vestidos a sus muñecas, construyendo ciudades mágicas con los legos olvidados y desempolvando libros.

Los míos, bueno, los prestados, mis sobrinos y ahijados, han hecho cosas maravillosas estos días. Ronday y Arturo han creado una biblioteca en su escalera donde los vecinos dejan libros y se prestan cuentos, Paula y Alejandra han dado vida a un tigre con arena de colores que las protege contra todos los males y Borja y Juan son capaces de hacer los vídeos más desternillantes del mundo. Hugo y Martina han llenado sus ventanas de flores, Rodrigo y Carlota mandan mensajes de agradecimiento a la policía en forma de dibujos, Alejandra y Sofía abrazan tanto a sus padres para que ni se acuerden de que nos echan de menos, Anna y Julia lanzan besos a los vecinos mientras llenan de carcajadas el rellano y Manuel y Elena han colgado una pancarta gigante donde nos convencen de que pronto todo esto pasará. Gracias a ellos, a esta nueva generación, e independientemente de cómo termine todo, yo sí creo que tendremos un gran futuro.

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