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Bitácora de una distopía

Mi primer sobrino

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Fue el primero en llegar y por eso tengo su olor almacenado en el cajón de los recuerdos inolvidables. Llegó para convertirse en el primer hijo, en el primer nieto y en el primer sobrino para todos los integrantes de los dos hogares que componen su mundo, vestido con un nombre de caballero que en un niño sonaba demasiado grande y sonoro. Rodrigo se ocupó de solucionar él mismo esa dicotomía y superó los cuatro kilos de peso en su primer saludo. Sus piernas tenían unos rollitos de carne tan apetecibles que no podíamos evitar comérnoslo a besos cada vez que le cambiábamos el pañal. En mi caso, reconozco que fueron pocas las ocasiones en las que me acerqué a la zona cero, porque ya saben ustedes mi escasa pericia con esas lides, pero para compensarlo lo acuné y entoné para él las tres nanas que conozco decenas de veces. Hoy ha cumplido once años y no puedo evitar pensar en la cantidad de cosas que han pasado desde aquel 11 de mayo. Yo misma, la que lo cogió en brazos aquel día, ya no soy esa persona, y de sus lorzas ya solo nos queda el recuerdo.

Dicen que va a ser altísimo, superando a todos los Monsalve hasta ahora conocidos. Ya calza un 41 de pie y roza el 1,55 de altura. Domina el inglés mejor que todos y se bate con fiereza en sus partidas de Fortnite, donde descarga la frustración de no poder jugar en persona al fútbol. Hoy es su cumpleaños y ha asumido con el estoicismo de un adulto que este año no tendrá regalos ni fiesta y que los días especiales dependen solo de personas únicas. Nosotros, a cambio, le hemos mandado un vídeo casero con el que afirma que se ha muerto de risa. Algunas sorpresas más ha tenido, pero esas las guardamos para nosotros.

Cuando vives en una isla muy lejos de tu familia, la forma en la que crecen tus sobrinos y envejecen tus padres se manifiesta de manera exponencial y te pinta una cara continua de asombro que necesitas disimular en cada reencuentro.

En el caso de Rodrigo cada día está más mayor, más guapo y más centrado, y los destellos de su madurez me peinan las canas cuando evoco cómo me sentía yo cuando vestía sus años. Me pasaba el día leyendo, cantando, bailando, haciendo bromas y comiendo. La verdad es que no he cambiado mucho desde entonces, si lo resumo así.

Tenía millones de sueños y creía en cosas imposibles: en fantasmas, en duendes, en máquinas de teletransporte y en la bizarra posibilidad de que si los vampiros existiesen vendrían cualquier noche de luna llena a probar mi sangre fresca (eso se lo debo a su padre, quien disfrutaba metiéndome miedo en el cuerpo). Pero también estaba segura de que si deseaba algo con mucha fuerza se cumpliría, como ir a Sopa de Gansos a actuar, convertirme en una escritora famosa o lograr que apareciese música de pronto en plena calle mientras imitaba a Marisol volviendo del colegio.

Los niños que fuimos, educados en plena movida al amparo de Alaska en la Bola de Cristal, y los actuales, estábamos hace unos meses a años luz, pero estos días de confinamiento, hemos logrado reconciliarlos recuperando actividades que a nosotros nos divertían y que ellos desdeñaban en nuestra antigua normalidad por parecerles desfasados. Ahora han descubierto el poder de Los Goonies, la diversión de los juegos de mesa en familia, el atractivo de la masa cruda de las rosquillas, los regalos caseros con la imaginación como ingrediente estrella y que las cosas importantes se respiran en casa, como ese aroma a hierba y limón dulce con el que siempre evocaré la magia de mi primer sobrino.

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