Isabel Echarri es menuda, pero sus ojos, esos ojos que destilan desde hace años la sustancia artística que se acumula en los extremos de la existencia, muestran la pasión de quien todavía mantiene la pasión por la creación. Una buena muestra de ello puede verse hasta el próximo mes de marzo en la Sala de Armas del Museu d'Art Contemporani d'Eivissa (MACE), donde esta artista nacida en Navarra y con residencia compartida entre Formentera y París reflexiona sobre la vida y la muerte a través del juego del ajedrez.
—Vive a medio camino entre París y Formentera y mantiene una relación muy fuerte con Fomentera y con el MACE. ¿Qué opina del museo tras su reapertura?
—Cuando llegué y vi el museo me quedé encantada. Con esa sala que hay en el piso inferior, con el suelo transparente. También me habría gustado utilizarla, para poder unir el arte actual con lo antiguo, con la arqueología. La Sala de Armas es muy bonita, pero es más señorial.
—Pero el juego de las columnas de la sala le va muy bien a su instalación, a la espiral que ha situado en el centro del espacio.
—Sí. Trabajé mucho sobre las columnas y el círculo sin fin que siempre continúa. Es una idea en la que trabajo desde hace años y, al mismo tiempo, ese círculo es el círculo de la patafísica, que se basa en el principio de unidad de los opuestos. El dualismo en la palabra, en las ideas.
—¿Por qué el ajedrez?
—Porque ha sido un juego que siempre ha estado ahí. Se encontró en India, lo jugaban los árabes... En él estás luchando siempre, pero no con crueldad. La lucha está en tu mente. Pero, al mismo tiempo, es un juego de vida, y de muerte también, claro.
—¿Es la metáfora absoluta?
—Absolutamente.
—Siempre trabaja con esta idea de principio y final. ¿Pero qué es lo que hay en el medio?
—Lo que hay en el centro es el fuego. Las cenizas, el fuego y la vida.
—Su obra impacta por su fuerza, por su intensidad contenida, pero la elabora con lo que podríamos llamar materiales frágiles.
—El papel no es tan fràgil. Me gusta violentar, salir del espacio. Estamos en un plano y salimos de él, con violencia o sin ella. También me gusta descubrir las palabras, la poesía; de hecho, trabajo desde hace muchos años sobre el libro objeto con tiradas mínimas, de tres ejemplares, por ejemplo. Hay personas que dicen que es elitista, pero yo no lo creo. Efectivamente, el libro objeto no puedes ponerlo en la pared, como podrías poner tranquilamente un relieve. Pero con el libro objeto está la posibilidad de descubrir cada vez algo diferente.
—¿Cuántos años lleva viviendo en Formentera?
—Llegué de estudiante, así que ya soy formenterense.
—¿Diría que su relación con el blanco tiene que ver con su relación con la Isla?
—No. Estaba estudiando en Bellas Artes y allí empecé a hacer relieves propios. Luego pasé al metal, a esculturas musicales (cogía dos notas y las desarrollaba con luces). Eran los años setenta, una época en la que todos andábamos experimentando. Fue entonces cuando hice también los relieves táctiles Echarri, que estaban elaborados con goma para que las personas pudieran cambiar el relieve, hundiendo o sacando más la superficie. Y llegó el movimiento del blanco, impulsado por Charles Estienne, un crítico maravilloso que se ocupó también del surrealismo, y para quien el blanco era la búsqueda, o sea, ir más lejos, y también hacia la muerte, claro. En París fue un movimiento en el que estábamos unos cuantos, no muchos, porque era arriesgado, y sigue siéndolo, porque aún hay gente que mira y dice ‘ay, ay, ay, qué es esto'. Veían un pliegue en un papel sobre otro y comentaban que era porque el artista no tenía dinero para más. Es un movimiento difícil, mucho más difícil que otros, pero que seguimos unos pocos.