Vicent Marí Torres es el alma mater del bar-botiga Can Jordi, establecimiento que recibe mañana uno de los cuatro galardones que concede el Consell d'Eivissa este año al Mérito Ciudadano, además de la Medalla d'Or que recibirá la periodista Pilar Bonet. Su apuesta por los directos de bandas locales de blues y rock y por la cultura ibicenca han granjeado a este mítico local situado junto a la carretera de Sant Josep una popularidad incuestionable. Tras más de 100 años de historia, Can Jordi recibe al fin un reconocimiento a nivel insular.
—¿Qué pensó cuando el Consell se puso en contacto con ustedes para informarles sobre el premio?
—Nosotros no nos lo esperábamos, ni mucho menos, porque estos galardones se les suele dar a gente de otro nivel y que no son tan particulares. Somos una pequeña tiendecita y supongo que el premio es gracias a la gente que viene por aquí y los eventos que nos hacen, pero que hacen los artistas, músicos sobre todo y buenos amigos. Yo estoy entre sorprendido y un poco acojonado porque lo que no me gustaría es que un premio se convierta en castigo.
—¿Por qué dice eso? ¿Teme que Can Jordi pierda su esencia por este tipo de galardones?
—Nosotros estamos limitados; tenemos a un lado la carretera de Sant Josep, a otro costado el camino antiguo de es Cubells, y detrás viven mis padres. Seguir así es nuestra máxima ilusión y el premio es para la gente que nos apoya y para los músicos por su ‘rockmanticismo'. Ellos no vienen por dinero, la música no es por afán lucrativo porque si la cerveza cuesta hoy 1,60 el sábado con un conciertazo también cuesta 1,60. Los artistas que vienen lo hacen porque son unos románticos y el premio es para ellos.
—¿De quién se va a acordar cuando reciba el premio?
—Esto hay que compartirlo con nuestra gente, quienes aguantan todos los chaparrones. Mi madre [Esperanza Torres Tur] es la culpable de que esté como ha estado siempre, un lugar un poco auténtico. Espero que mi madre suba conmigo a recoger el premio. Nos han dado 20 invitaciones y ya me han dicho que quieren venir unas 50 personas [risas...]
—¿Cuál es la historia de Can Jordi y por dónde pasa su futuro?
—Los documentos más antiguos son un manuscrito de compraventa de 1914, cuando hubo un cambio de titular en la tienda. Entonces se llamaba Can Puguils, hasta que en 1940 lo alquiló mi abuela y con el tiempo lo compró, poniéndole Can Jordi. Voy a intentar no cambiar lo que me cedieron; somos una tiendecita de gente normal, humilde, de payeses. Un bar de carretera que intentaremos mantener así. Cada vez vemos menos botigas. Antes había una cada dos kilómetros y eran centros básicos para la gente del pueblo y del campo. Ahora somos elementos residuales que sobrevivimos por estar lejos de grandes superficies. Queremos seguir siendo un lugar auténtico de la isla y conservar la esencia de como éramos antes.