La mal llamada economía colaborativa tiene innumerables ventajas, que son bien conocidas y no hace falta volver a enumerar. En realidad existe desde hace siglos y antes se llamaba “barter” en inglés, intercambio de bienes y servicios en español y efectivamente suponía la colaboración entre distintos agentes económicos, en general familias que ofrecían lo que ellos producían a cambio de lo que necesitaban y no podían producir o comprar.
En los tiempos actuales, aunque el intercambio sigue existiendo, ha sido sustituido en las sociedades desarrolladas por el pago por unos servicios que en nada se distinguen de los ya existentes, solo que habitualmente son más económicos y eficientes gracias a las plataformas de intermediación, las más famosas de las cuales son Uber en el transporte, el taxi de toda la vida, y Airbnb, en el alojamiento, es decir la pensión y el hotel de siempre.
Lo que empezó siendo el alquiler individual y por corto espacio de tiempo se ha ido convirtiendo en un negocio en el que la mayor parte de los pisos que se ofrecen a través de Airbnb son propiedad, o gestionados, por otros intermediarios y los automóviles de Uber pertenecen a flotas a veces con docenas, o incluso centenares de vehículos en las grandes ciudades. Ya no es una economía compartida, sino una economía de alquiler y como tal debe ser tratada por las autoridades, tanto fiscales como las de sanidad, seguridad social y otras que supervisen el sector correspondiente.
El problema fundamental es el relativo a los impuestos. Recientemente hemos sabido que Airbnb solo paga impuestos en España por los ingresos y gastos de promoción, una parte minúscula del negocio, mientras que las entradas del negocio principal son tasadas en Irlanda con un impuesto de sociedades mucho menor. Los propietarios de los pisos pagan o no pagan. Algunas ciudades han llegado a acuerdos con la plataforma para que ingrese las tasas locales, que, de nuevo es una parte menor de la fiscalidad total.
Los pisos así alquilados no pasan controles de sanidad o similares, como sí lo hacen los establecimientos de la economía tradicional, colocando a estos últimos en clara desventaja por los superiores costes de cumplimiento con las obligaciones administrativas.
Otra consecuencia negativa es el encarecimiento del precio tanto en alquiler como en compra de los locales susceptibles de ser alquilados a través de plataformas con el consiguiente perjuicio para los inquilinos que se alojan en las zonas correspondientes.
En este contexto las moratorias hoteleras tienen poca importancia mientras sigan saliendo al mercado nuevas plazas de menor nivel, que en consecuencia atraen a un turismo de menor gasto. A fin de cuentas las nuevas plazas hoteleras podrían ser de cinco estrellas mientras que la mayoría de las no hoteleras serán de un nivel muy inferior.