El enfrentamiento entre Hayek y Keynes es todo un clásico en la economía. Hace seis meses un dosier del servicios de estudios de la Caixa analizaba la actual crisis económica internacional desde ambas perspectivas, inclinándose finalmente por la visión más liberal. Esta misma visión parece emanar de la lección dada hace dos semanas en Madrid por el presidente del BCE Mario Draghi (centenario del Deusto Business School) que concluía con la necesidad de retornar a la consolidación fiscal y a las reformas estructurales.
La controversia entre el liberalismo de Hayek y el intervencionismo de Keynes se inicia en los años cuarenta y llega prácticamente hasta nuestros días. Para un economista keynesiano, las causas de la prolongada crisis económica actual son una serie de tendencias y fenómenos no financieros entre los que destacarían el cambio demográfico, el estancamiento tecnológico, el alto endeudamiento de hogares y empresas o la incertidumbre política. Todos estos elementos estarían deprimiendo la demanda agregada actual, presionando a la baja el consumo y la inversión empresarial, provocando el estancamiento del PIB y del empleo.
Por el contrario, para un hayekiano la prolongada crisis económica actual sería consecuencia de la evolución de los ciclos económicos y del incorrecto uso de las políticas monetarias y fiscales aplicadas para hacerlos frente (inversiones en aeropuertos vacíos) que, en última instancia, han conducido a un endeudamiento público y privado contraproducente, que ha deprimido aún más la demanda.
Dos postura tan diferenciadas dan lugar a prescribir soluciones casi opuestas. Para un keynesiano, la solución a la crisis actual pasa por fomentar de forma más contundente la demanda mediante políticas monetarias y fiscales expansivas que financien nuevas infraestructuras y gastos creadores de empleo, aun a costa de un mayor endeudamiento (aprovechando los bajos intereses actuales) o directamente monetizando los déficits. Por el contrario, la solución hayekiana, menos popular políticamente, consiste en desendeudarse progresivamente, reestructurar la deuda, contenerse fiscalmente y adoptar reformas estructurales.
En este contexto, Draghi sostiene que los dos males que amenazan el crecimiento económico per cápita y la cohesión europea son el envejecimiento poblacional y el bajo ritmo de aumento de la productividad (0,5% actual frente el 2% anual hasta 1995). Para compensar el primero propone la disminución del paro estructural y el aumento de la población activa, mientras que, para el segundo, propone el mantenimiento de las reformas estructurales y el desendeudamiento económico. Curiosamente estos dos segundos argumentos coinciden con la visión hayekiana.
Regulaciones comerciales e industriales más ágiles y un sistema financiero más eficiente y flexible, donde las quiebras no traben los recursos crediticios necesarios para otras empresas, son algunas de las reformas estructurales que permitirían retornar a los ritmos de crecimiento de la productividad necesarios para remunerar de forma creciente al trabajo y mejorar la tasa de actividad del sistema. Más trabajadores y mayores salarios resolverían el problema de la viabilidad de la Seguridad Social, eliminado la incertidumbre que atenaza el consumo y la inversión, impulsando la demanda agregada hacia un ciclo virtuoso de crecimiento. Y todo esto se conseguiría con algo de sacrificio, pero sin mayores endeudamientos.