Vivimos en una sociedad que reclama más derechos, libertades y autonomía, a la vez que es una sociedad más creativa e interconectada. Mientras, paradójicamente crecen las regulaciones, prohibiciones y controles que nos «ahogan».
Esta realidad me hace pensar que vivimos en medio de un proceso de transformación social, en el que por una parte aplicamos a nuestra convivencia y formas de gestión paradigmas del siglo pasado cuando las actividades eran rutinarias, se precisaba control, secuencialidad, se dirigía de arriba abajo, y la gestión se hacía con incentivos del tipo «el palo y la zanahoria».
Y por otra, la sociedad actual hoy se organiza y moviliza cuando tiene una motivación intrínseca, -un propósito- en la que lo que hacemos ya no es solo por motivaciones externas, no son solo tareas rutinarias, sino que hay simultaneidad, implica experimentar, crear o desarrollar. En la que el valor está en el intangible más que el tangible.
Este choque hace que las organizaciones y empresas estemos inmersos en un círculo vicioso, donde por un lado las personas tienen poco compromiso con su trabajo (cuerpo presente, mente ausente), hay alta rotación de personal, bajos niveles de productividad, talento poco aprovechado y cuyo resultado es un deterioro de la competitividad de las empresas que hace que los salarios no puedan crecer, lo que crea insatisfacción social y desavenencia. Encuestas de empresas como Gallup constatan que por ejemplo en Estados Unidos el 50% de los trabajadores no está comprometido con su trabajo, hecho que tiene un enorme coste económico y social en las organizaciones y por lo tanto en la economía de un país.
De manera que si queremos que nuestra sociedad y organizaciones prosperen, tenemos que adoptar un paradigma de governance acorde con esta cultura del siglo XXI. Son las organizaciones que se pueden considerar excelentes, las que crean las circunstancias y el entorno necesario para ello. Entorno que reúne tres características fundamentales: autonomía, que no independencia; búsqueda de la superación y la mejora continua. Tienen un propósito superior.
Las personas somos por naturaleza curiosas y autónomas. Ha sido la forma en que hemos sido dirigidos y gobernados lo que ha cambiado nuestra naturaleza. Autonomía es interdependencia con los demás, que no independencia o individualismo. Está demostrado que el sentido de autonomía tiene un gran impacto en la actitud y el desarrollo de las personas. Cuando las personas tienen autonomía se comprometen y quieren ser mejores en lo que creen y hacen. Lo que supone que piensen que sus habilidades no son finitas, sino que se pueden desarrollar. Algo que supone esfuerzo, trabajo y constancia. Un proceso que nunca se acaba, es asintótico.
Para avanzar con autonomía y trabajar para superarnos hace falta un tercer elemento, el propósito, responde al para qué hacemos las cosas, nos sirve de guía y nos automotiva para superar las dificultades y superarnos como personas.
Tres elementos que son válidos para todo tipo de organizaciones, ya sean empresas, ONG o asociaciones.
Como consecuencia estas organizaciones gozan de altos niveles de productividad, de compromiso y felicidad, lo que las hace ser competitivas, además de tener un impacto positivo en la sociedad, generando prosperidad.
Estas tres características configuran la clave del éxito de las organizaciones que hoy podemos considerar excelentes.