La era COVID acabará posiblemente pronto, pero dejará un legado visible en ciudades y destinos turísticos. El concepto de vivienda, de ciudad y muy posiblemente de destino turístico ha cambiado sin que apenas la hayamos percibirdo, hecho que posiblemente llevará a replantearnos cómo deberá ser un destino turístico como Mallorca en el futuro.
Hoy en día, tras algo más de un año de pandemia, muchos de nosotros trabajamos, compramos, consumimos e incluso socializamos de forma diferente. Nuestro particular encierro que tanto nos ha recortado nuestro radio de acción ha hecho que repensemos nuestras viviendas y ciudades. Viajamos menos, nos paseamos más por nuestros barrios y pasamos más tiempo en nuestras casas por lo que queremos viviendas y ciudades más respetuosas con el medioambiente, más sostenibles, más humanas y, como no, también más bellas. Útil y bello, urbanismo y cultura en un Bauhaus renacido en que queremos que todo sea accesible en un cuarto de hora si no lo es digitalmente.
El urbanismo por tanto vuelve a estar de moda. La digitalización permite que el trabajo sea ubicuo y que gracias a la creciente conectividad (que se incrementará con el 5G) se pueda elegir dónde vivir, no en función del lugar de trabajo, sino de nuestras preferencias de ocio. Si hace apenas un año el teletrabajo parecía desdeñarse, hoy está plenamente aceptado y muy posiblemente ha llegado para quedarse. Vivir cerca del mar o de la montaña y trabajar desde casa ha dejado de ser un lujo al alcance de unos pocos haciendo que destinos turísticos tradicionales de ocio como Mallorca o Canarias se convirtan en centros de trabajo de unos profesionales cada vez más deslocalizados.
Pero al mismo tiempo que nuestros antiguos visitantes en busca de ocio se convierten ahora en conciudadanos o propietarios de una segunda residencia cabrá plantearse si resulta aconsejable mantener una planta turística de más de seiscientas mil plazas. Hoy en día los destinos turísticos deben velar por su sostenibilidad evitando sobrepasar el umbral de su capacidad de carga. Mantener su atractivo conlleva limitar su crecimiento lo que al chocar con una creciente demanda genera un inevitable encarecimiento de la vivienda. En términos de esfuerzos salariales los mallorquines debemos pagar el equivalente a 16 años de salario para adquirir una vivienda de 80 metros cuadrados, es decir más de dos veces y media más de lo que es habitual.
Paralelamente existen en Mallorca un número no despreciable de establecimientos hoteleros en zonas maduras que necesitan una reconversión. El impedimento del cambio de uso de los establecimientos hoteleros actúa como una barrera que podría permitir ampliar la oferta de viviendas a cambio de amortizar las plazas de uso hotelero, mejorar la calidad de las zonas turísticas e incluso ampliar las dotaciones públicas por medio de convenios. Los destinos y las ciudades compiten entre sí para atraer talento e inversiones que permitan mejorar el bienestar de sus ciudadanos, pero la inflexibilidad de las normas y la falta de una estrategia clara pueden tener un alto coste económico. En este caso, facilitar la salida de plazas a cambio de diversificar la base económica del territorio con nuevos profesionales no parece una mala idea.
El concepto de smart city se traduce como ciudad inteligente, pero los territorios realmente inteligentes no son los meramente digitalizados si no los que son capaces de adaptarse y aprovechar sus oportunidades sin cegarse por modelos de ciudades que siguen mantras ideológicos.