Hablar y escribir sobre inteligencia artificial (IA) se ha puesto de moda. Son numerosos los artículos que casi a diario se vienen publicando sobre esta materia en las principales cabeceras de los diarios de ámbito nacional y, en no pocas ocasiones, forma parte también de la parrilla de asuntos que se debaten en programas radiofónicos y televisivos de divulgación científica y de información política. Seguramente este interés se debe a la aparición, hace unos meses, de la aplicación ChatGPT.
Leí hace unos días en La Vanguardia un artículo firmado por Bill Gates en el que afirmaba que en pocos años «el desarrollo de la inteligencia artificial será tan fundamental como (lo fue) la creación del microprocesador, el ordenador personal, internet y el teléfono móvil». Afirma, además, «que cambiará la forma en que las personas trabajan, aprenden, viajan, reciben atención sanitaria y se comunican entre sí. Todos los sectores se reorientarán en torno a ella. Los negocios se diferenciarán por lo bien que sean capaces de utilizarla».
Así pues, desde mi punto de vista, la inteligencia artificial (IA) y, añado yo, la emergencia climática, son los dos grandes retos que la humanidad deberá afrontar en la próxima década pensando tanto en el bienestar de las personas, poniendo a su alcance trabajos más valiosos y creativos, y, en segundo lugar, pero no menos trascendente, como evitar, según afirma Jeremy Rifkin, autor de La era de la resiliencia, la extinción de los humanos, que los más optimistas sitúan a finales de la vida de los niños que nacen hoy.
No obstante, las dos grandes superpotencias mundiales, EE. UU. y China, demuestran actualmente estar más interesadas en el dominio de la inteligencia artificial y sus tecnologías asociadas que en la lucha contra el cambio climático, porque de la IA depende, ni más ni menos, el liderazgo geopolítico del siglo XXI. Lo penoso de este proceso es que en esta cuestión tan fundamental, que afecta a toda la humanidad, Europa sea un mero espectador que anda a rebufo de la potencia americana.
Esta nueva «civilización artificial», como la define José María Lassalle, que ambas superpotencias pretenden alcanzar, se fundamenta básicamente en suplementar a la inteligencia humana, si bien, debe tener, como afirma Lassalle, «una ética dialógica (legitimada por el consenso) amigable entre el ser humano y la máquina. Una interacción que atribuya al primero la sabiduría y a la segunda el conocimiento» y que persiga, añado, el bien común y no la robotización del ser humano ni la construcción prioritaria de armas de guerra inteligentes como los drones de combate que se utilizan en Ucrania.
Concluyo. La IA debe servir, insisto, además de ser el gran instrumento que contribuya a frenar el deterioro de nuestro planeta, para mejorar la vida de los ciudadanos en los campos, preferentemente, de la de la salud y la educación, y reducir las peores desigualdades que hoy padece la humanidad. Si es así el avance será estratosférico, de lo contrario, como escribe Lassalle, «hemos de tener presente la advertencia que hacía Stephen Hawking (…..) si afrontamos su desarrollo sin identificar los porqués y los propósitos que justifican su impulso, corremos el riesgo de dirigir nuestros pasos hacia horizontes civilizatorios que puedan llevarnos a situaciones que lesionen la dignidad humana».