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Democracias sin hijos

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Tras las terribles y devastadoras guerras de la primera mitad del siglo XX, se produjo un babyboom aunque en algunos países, como el nuestro, llegó un poco más tarde. Aquellas generaciones que vivieron los desastres bélicos se esforzaron por mirar, sobre todo, al futuro en un claro intento de dejar atrás su horrible pasado. Tuvieron muchos hijos y, por ellos, trabajaron duro. Sin duda, pusieron empeño en evitar las privaciones materiales con las que crecieron. Su máxima aspiración fue legar un mundo mejor a sus descendientes también en lo social. Huían, como de la pólvora, de la confrontación ideológica y partidista.

Los miembros de esa generación sabían, o tal vez tan sólo intuían, que el crecimiento económico es la fórmula que mejor permite que todos puedan mejorar su posición sin antagonismos ni banderías. Para ellos el esperanzador futuro era más importante que el sacrificado presente. Se preocupaban de los temas de su familia, dejando para otros los de la humanidad. Pusieron mucho énfasis en la educación de sus hijos, de manera que éstos pudieron optar a empleos ventajosos y bien remunerados, especialmente en grandes corporaciones y en el sector público. Lo que les permitiría gozar, tal como acabó ocurriendo, de más posibilidades de consumo y de mucho más tiempo libre para el disfrute de la vida.

La consecuencia imprevista fue el cambio de la preferencia temporal en sus hijos; mejor disfrutar el magnífico presente que pensar en el incierto futuro. No fueron pocos los rechazaron el matrimonio concebido como un compromiso a muy largo plazo, y con él a la «producción» de niños. Teniendo muchos hermanos, pronto fueron conscientes de su enorme peso electoral y, por tanto, político. Sabían que cuando se convirtieran en perceptores de una pensión pública serían el grupo social mayoritario. Así, entendieron que podrían afrontar su edad declinante sin necesidad de contar con descendencia.

No obstante, una sociedad sin niños acaba quedándose sin el capital humano necesario para sostenerse. Para seguir funcionando, necesita que lleguen personas de otros lugares. En ese sentido, España tiene cierta ventaja respecto a otros países, ya que comparte una cultura extendida por todo el mundo hispano. Aunque también llegan personas con otros orígenes. En cualquier caso, la pérdida del sentido de continuidad que otorga el vínculo sanguíneo entre generaciones ya está tendiendo a desaparecer. Efectivamente, muchos de los babyboomers no perciben a la siguiente como una continuidad de ellos mismos.

Por lo que no es raro que opten por el statu quo social oponiéndose la realización de las necesarias reformas estructurales que faciliten afrontar mejor las próximas décadas. Prefieren recurrir al endeudamiento, esto es, al aquí y ahora. Son extremadamente adversos al riesgo.
Por su parte, los nuevos españoles que si arriesgaron al venir en búsqueda de un futuro, cuando alcancen a ocupar los puestos de mando, tampoco sentirán ningún vínculo especial con la generación anterior, por lo que es probable que opten por una refundación social. Mientras la tensión entre lo viejo y lo nuevo flotará en el aire.

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