El 23 de julio de 2020 crucé por primera vez la puerta de la Oficina de la Dona de Ibiza. No fue decisión mía. Una amiga me llevó y me insistió en que preguntara, porque «no perdía nada». Cuando la persona que me atendió me preguntó qué hacía allí, mi única respuesta fue: «pues la verdad que no lo sé».
Llegué devastada. No dormía, no pensaba, no podía creer que estuviera en esa situación y, sobre todo, me preguntaba constantemente qué estaba haciendo mal. La culpa y la confusión pesaban tanto que no era capaz de ver la realidad.
Cinco años después, el 2 de abril de 2025, mi proceso con la Oficina de la Dona ha llegado a su fin. Ha sido un camino largo y duro, en el que me han dado las herramientas necesarias para recomponerme y recuperar mi vida.
Durante este tiempo, sentía que vivía bajo el agua, sin poder respirar. Ahogándome, desesperada, sin saber cómo salir. Hasta que, de repente, alguien metió su mano y me sacó a flote. Al principio, mi única preocupación era tomar aire para sobrevivir. Con el tiempo, volví a respirar con normalidad. Y ahora, después de cinco años, he aprendido a nadar.
Recuerdo con claridad el día de mi primera entrevista, cuando evaluaron si era víctima de violencia de género y si necesitaba seguimiento psicológico. Cuando me confirmaron que sí, que requería ayuda, no lo podía creer. Entré en una fase de negación y justificación de lo que había vivido. Hasta que mi psicóloga, Lucía, detuvo la sesión y me dijo con firmeza:
«O aceptas que eres víctima de violencia de género o no podremos avanzar.»
Ese momento cambió mi vida. Se me cayó el mundo encima. ¿Cómo no lo vi antes, si yo misma pasé por esto en mi infancia? ¿Cómo, con mi nivel de estudios, no lo había percibido? ¿Cómo pude perderme a mí misma hasta este punto?
Perdí la voz y, con el tiempo, mi cuerpo empezó a hablar por mí. Adquirí enfermedades autoinmunes, consecuencia de años de estrés, ansiedad y sufrimiento. De vivir en un estado de continua alerta, incluso después de haberme separado. Porque aunque pongas distancia, aunque cierres una puerta, el daño no cesa de inmediato. El miedo sigue, la manipulación sigue, la sensación de estar siempre en el punto de mira no desaparece de un día para otro. Dejé de ser yo.
Pero la vida no te deja detenerte cuando eres madre. Mis hijos han sido mi fuerza y el sentido de todo. A pesar de las tormentas, he seguido sonriendo por y para ellos, ocultando la oscuridad del proceso. He mantenido sus rutinas, sus tiempos de ocio, su cuidado, su estabilidad. Y más aún en unos años clave para su desarrollo. Ellos han sido mi ancla, mi razón para no rendirme.
No quiero relatar la montaña rusa de estos cinco años. Prefiero quedarme con lo bueno: el gran trabajo que hacen en la Oficina de la Dona, la compañía, la orientación, la mano amiga, la palmada en la espalda con un «lo estás haciendo bien», el apoyo para desmontar el prejuicio social de las difamaciones.
Ellas siempre están.
Lucía, has sido mi salvadora. Me has enseñado a volver a caminar. Me has sacado del agua y me has enseñado a nadar. No tengo palabras para agradecerte a ti y a todas tus compañeras por vuestra labor. Pero en este caso, te conozco a ti personalmente, y te debo la vida.
A lo largo de este proceso, he tenido que enfrentar no solo mi propio dolor, sino también la imagen que otros han intentado imponer sobre mí. Porque cuando decides salir de una situación así, no solo lidias con lo que has vivido, sino con la manipulación social que lo rodea.
Cuando una persona con ese perfil se da cuenta de que ya no puede manipularte, de que le has puesto límites, entonces cambia de estrategia. Si no puede controlarte a ti, intentará controlar el entorno. Manipulará a quienes se dejen, sembrará dudas, distorsionará la realidad. Creará un relato donde tú serás la mala, la loca, la desquiciada. Y lo hará sin pruebas, solo con mentiras bien construidas, con historias que repite hasta que calan en quien esté dispuesto a creerlas.
Aprendí a soltar la necesidad de explicarme, de justificarme, de demostrar quién soy ante quienes solo ven lo que les han contado. Me ha costado, pero hoy sé que no soy lo que dicen que soy. Ni lo que quieren que sea. Soy quien soy y como soy, no lo que han pintado de mí. Y eso, por fin, me basta.
Gracias por curar mis aletas y hacer que pueda volver a nadar, e incluso a surfear todas las olas que vengan.
A quienes estén pasando por este proceso, quiero decirles que sean fuertes. Sé lo que es sentir que no puedes más, que te has perdido, que te han arrancado hasta la última parte de lo que eras. Yo también lo sentí. Yo dejé de ser yo. Esa Ana murió, ya no existe.
Pero ahora hay una versión mucho más fuerte y mejorada.
Se puede salir. Se sobrevive. Y, lo más importante, se vuelve a vivir.
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