El fallido golpe de Estado del pasado viernes contra el presidente turco, Tayyip Erdogan, ha abierto una nueva etapa política en el país. De momento, ya son cerca de seis mil las personas detenidas, la mayoría pertenecientes a la estructura militar golpista y del estamento judicial; los dos sectores más críticos con la aproximación al islamismo de Erdogan. La asonada ha sido condenada por la mayoría de los países occidentales, Rusia y los países árabes de la zona, que han salido en defensa del régimen constitucional y democrático vigente. Sin embargo, también surgen las primeras voces que muestran su preocupación por la nueva deriva que puede tomar la dirección de Turquía, pieza clave e incómoda para los intereses occidentales en el siempre complejo tablero de Oriente Medio.
Apoyo popular. Una de las razones que explican el fracaso del golpe está en la rápida y clamorosa respuesta que obtuvo Erdogan en su llamamiento a la población, que no dudó en salir en masa a la calle para expresar su rechazo a la acción de un sector del Ejército. Los intentos de repeler con disparos de ametralladora o el avance de los tanques no logró detener la oposición ciudadana, que en pocas horas neutralizó la intentona. El Gobierno logró un importantísimo refrendo frente a la poderosa estructura militar del país, inspirada en los postulados laicistas de Kamal Ataturk, el fundador de la Turquía actual.
Un problema para Europa. Turquía es un serio problema para Europa. La península de Anatolia es la vía de entrada de los refugiados que huyen de la guerra en Siria, una baza que Erdogan esgrime para flexibilizar las condiciones de entrada en la Unión Europea. Su posición geográfica, además, convierte el país en una plataforma logística indispensable en el despliegue de la OTAN, a la que pertenece desde 1952 y a la que aporta más de un millón de efectivos para controlar el flanco sur de Rusia y el avispero de Líbano, Siria e Irán. La dualidad de intereses con Turquía genera controversia en la UE.