El anteproyecto de ley de regulación de alquiler turístico que tiene articulado el Govern es el fiel reflejo de la complejidad que supone poner puertas a un mercado ya en marcha y en parte sumergido que afecta a miles de propietarios. Turisme aborda todos los puntos conflictivos, aunque también descarga una porción de la regulación final en manos de los Ayuntamientos, Consell e, incluso, en las comunidades de vecinos. Las sanciones llegan a los 40.000 euros, pero existen dudas sobre la efectividad de la norma. Parece más un brindis que una medida efectiva
La anarquía del rústico. Turisme quiere poner orden en el floreciente negocio del alquiler de fincas rústicas por semanas. Distingue entre el común y el altamente protegido; da alas a Consell y Ayuntamientos para que delimiten y aumenten las áreas de máxima protección; quiere que este mercado irregular se frene en toda clase de rústico, pero de hecho no acaba de prohibir esta actividad. La anarquía de las últimas tres décadas, cuando las casitas de aperos se transformaron en chalets, a menudo ilegales, es imposible que ahora pueda enderezarse cuando el campo ya está plagado de turistas, con infinidad de piscinas y soláriums fuera de la ley a su servicio. Mejor sería asumir la realidad: obligar a los arrendadores a pagar todos sus impuestos. Lo intolerable es el negocio negro o amparado en empresas pantalla fantasmas que tapan el alquiler por semanas.
Complejas zonificaciones. El Govern dejará en manos de los Ayuntamientos determinar las zonas urbanas donde se podrá alquilar por semanas y en cuáles no. Es una patata demasiado caliente y en muchos casos inasumible, porque los alcaldes se juegan perder las próximas elecciones. En los bloques de pisos deberán ser los vecinos quienes den el visto bueno. El lío está servido, escalera por escalera. Y el hecho de que no se permita alquilar pisos nuevos a turistas también conllevará tensiones de inmersión negra de clientes. Nada será sencillo con esta ley. Ni cobrar los impuestos.