Tras conocer el discurso de investidura y las réplicas del nuevo president de la Generalitat, Quim Torras, hay que deducir que el independentismo catalán mantiene su apuesta rupturista y desafiante ante el Gobierno de la nación. El primer gesto de Torra –la visita de pleitesía a su predecesor, Carles Puigdemont, en Berlín– proyecta una realidad decepcionante para encauzar el conflicto en esta legislatura. Y su petición de «perdón» por los comentarios antiespañoles que hizo años atrás, y que ahora son calificados de xenófobos, no reparan la sombra de duda sobre su categoría personal para desempeñar este cargo honorable.
Entereza del Estado.
Todo indica, pues, que el Govern de la Generalitat y el Parlament seguirán la hoja de ruta independentista que, de momento, ha llevado a diez políticos catalanes a la cárcel y a otros siete a huir al extranjero. También está claro que el Estado no cederá a lo que interpreta como un atentado contra su legitimidad; y que PP, PSOE y Ciudadanos mantendrán la estrategia conjunta de sofocar cualquier conato de desobediencia a través del artículo 155 de la Constitución o por la vía judicial. La política, ahora, está rota, descartada.
Volver al principio.
En esta tesitura del conflicto, cuando las llamadas al diálogo entre las partes ya han pasado a la historia y el papel de mediador del jefe del Estado se ha hecho imposible, sólo resta que la sensatez, el seny català, haga volver al independentismo al punto de partida de su aventura. Su camino sólo ha traído dolor, decepción y resentimiento en el conjunto de la sociedad española. Es necesario volver atrás, empezar de nuevo. Porque, en democracia, la aspiración a la república catalana es tan legítima como cualquier otra. Ninguna realidad política ni institucional es sagrada, ni tampoco puede dejar de evolucionar como lo hacen las propias sociedades. Por eso hay que volver atrás, para tomar el camino correcto.